Hermann Hesse - El lobo estepario
Tractat del Lobo Estepario, no para cualquiera*
Érase una vez un individuo, de nombre Harry, llamado el lobo estepario.
Andaba en dos pies, llevaba vestidos y era un hombre, pero en el fondo
era, en verdad, un lobo estepario. Había aprendido mucho de lo que las
personas con buen entendimiento pueden aprender, y era un hombre
bastante inteligente. Pero lo que no había aprendido era una cosa: a
estar satisfecho de sí mismo y de su vida. Esto no pudo conseguirlo.
Acaso ello proviniera de que en el fondo de su corazón sabía (o creía
saber) en todo momento que no era realmente un ser humano, sino un lobo
de la estepa. Que discutan los inteligentes acerca de si era en realidad
un lobo, si en alguna ocasión, acaso antes de su nacimiento ya, había
sido convertido por arte de encantamiento de lobo en hombre, o si había
nacido desde luego hombre, pero dotado del alma de un lobo estepario y
poseído o dominado por ella, o por último, si esta creencia de ser un
lobo no era más que un producto de su imaginación o de un estado
patológico. No dejaría de ser posible, por ejemplo, que este hombre, en
su niñez, hubiera sido acaso fiero e indómito y desordenado, que sus
educadores hubiesen tratado de matar en él a la bestia y precisamente
por eso hubieran hecho arraigar en su imaginación la idea de que, en
efecto, era realmente una bestia, cubierta sólo de una tenue funda de
educación y sentido humano. Mucho e interesante podría decirse de esto y
hasta escribir libros sobre el particular; pero con ello no se
prestaría servicio alguno al lobo estepario, pues para él era
completamente indiferente que el lobo se hubiera introducido en su
persona por arte de magia o a fuerza de golpes, o que se tratara sólo de
una fantasía de su espíritu. Lo que los demás pudieran pensar de todo
esto, y hasta lo que él mismo de ello pensara, no tenía valor para el
propio interesado, no conseguiría de ningún modo ahuyentar al lobo de su
persona.
El lobo estepario tenía, por consiguiente, dos naturalezas, una humana y
otra lobuna; ése era su sino. Y puede ser también que este sino no sea
tan singular y raro. Se han visto ya muchos hombres que dentro de sí
tenían no poco de perro, de zorro, de pez o de serpiente, sin que por
eso hubiesen tenido mayores dificultades en la vida. En esta clase de
personas vivían el hombre y el zorro, o el hombre y el pez, el uno junto
al otro, y ninguno de los dos hacía daño a su compañero, es más, se
ayudaban mutuamente, y en muchos hombres que han hecho buena carrera y
son envidiados, fue más el zorro o el mono que el hombre quien hizo su
fortuna. Esto lo sabe todo el mundo. En Harry, por el contrario, era
otra cosa; en él no corrían el hombre y el lobo paralelamente, y mucho
menos se prestaban mutua ayuda, sino que estaban en odio constante y
mortal, y cada uno vivía exclusivamente para martirio del otro, y cuando
dos son enemigos mortales y están dentro de una misma sangre y de una
misma alma, entonces resulta una vida imposible. Pero en fin, cada uno
tiene su suerte, y fácil no es ninguna.
Ahora bien, a nuestro lobo estepario ocurría, como a todos los seres
mixtos, que, en cuanto a su sentimiento, vivía naturalmente unas veces
como lobo, otras como hombre; pero que cuando era lobo, el hombre en su
interior estaba siempre en acecho, observando, enjuiciando y criticando,
y en las épocas en que era hombre, hacía el lobo otro tanto. Por
ejemplo, cuando Harry en su calidad de hombre tenía un bello
pensamiento, o experimentaba una sensación noble y delicada, o ejecutaba
una de las llamadas buenas acciones, entonces el lobo que llevaba
dentro enseñaba los dientes, se reía y le mostraba con sangriento
sarcasmo cuán ridícula le resultaba toda esta distinguida farsa a un
lobo de la estepa, a un lobo que en su corazón tenía perfecta conciencia
de lo que le sentaba bien, que era trotar solitario por las estepas,
beber a ratos sangre o cazar una loba, y desde el punto de vista del
lobo toda acción humana tenía entonces que resultar horriblemente cómica
y absurda, estúpida y vana. Pero exactamente lo mismo ocurría cuando
Harry se sentía lobo y obraba como tal, cuando le enseñaba los dientes a
los demás, cuando respiraba odio de enemigos terribles hacia todos los
hombres y sus maneras y costumbres mentidas y desnaturalizadas. Entonces
era cuando se ponía en acecho en él precisamente la parte de hombre que
llevaba, lo llamaba animal y bestia y le echaba a perder y le corrompía
toda la satisfacción en su esencia de lobo, simple, salvaje y llena de
salud.
Así estaban las cosas con el lobo estepario, y es fácil imaginarse que
Harry no llevaba precisamente una vida agradable y venturosa. Pero con
esto no se quiere decir que fuera desgraciado en una medida
singularísima (aunque a él mismo así le pareciese, como todo hombre cree
que los sufrimientos que le han tocado en suerte son los mayores del
mundo). Esto no debiera decirse de ninguna persona. Quien no lleva
dentro un lobo, no tiene por eso que ser feliz tampoco. Y hasta la vida
más desgraciada tiene también sus horas luminosas y sus pequeñas flores
de ventura entre la arena y el peñascal. Y esto ocurría también al lobo
estepario. Por lo general era muy desgraciado, eso no puede negarse, y
también podía hacer desgraciados a otros, especialmente si los amaba y
ellos a él. Pues todos los que le tomaban cariño, no veían nunca en él
más que uno de los dos lados. Algunos le querían como hombre
distinguido, inteligente y original y se quedaban aterrados y
defraudados cuando de pronto descubrían en él al lobo. Y esto era
irremediable, pues Harry quería, como todo individuo, ser amado en su
totalidad y no podía, por lo mismo, principalmente ante aquellos cuyo
afecto le importaba mucho, esconder al lobo y repudiarlo. Pero también
había otros que precisamente amaban en él al lobo, precisamente a lo
espontáneo, salvaje, indómito, peligroso y violento, y a éstos, a su
vez, les producía luego extraordinaria decepción y pena que de pronto el
fiero y perverso lobo fuera además un hombre, tuviera dentro de sí
afanes de bondad y de dulzura y quisiera además escuchar a Mozart, leer
versos y tener ideales de humanidad. Singularmente éstos eran, por lo
general, los más decepcionados e irritados, y de este modo llevaba el
lobo estepario su propia duplicidad y discordia interna también a todas
las existencias extrañas con las que se ponía en contacto.
Quien, sin embargo, suponga que conoce al lobo estepario y que puede
imaginarse su vida deplorable y desgarrada, está, no obstante,
equivocado, no sabe, ni con mucho, todo. No sabe (ya que no hay regla
sin excepción y un solo pecador es en determinadas circunstancias
preferido de Dios a noventa y nueve justos) que en el caso de Harry no
dejaba de haber excepciones y momentos venturosos, que él podía dejar
respirar, pensar y sentir alguna vez al lobo y alguna vez al hombre con
libertad y sin molestarse, es más, que en momentos muy raros, hacían los
dos alguna vez las paces y vivían juntos en amor y compañía, de modo
que no sólo dormía el uno cuando el otro velaba, sino que ambos se
fortalecían y cada uno de ellos redoblaba el valor del otro. También en
la vida de este hombre parecía, como por doquiera en el mundo, que con
frecuencia todo lo habitual, lo conocido, lo trivial y lo ordinario no
habían de tener más objeto que lograr aquí o allí, un intervalo aunque
fuera pequeñísimo, una interrupción, para hacer sitio a lo
extraordinario, a lo maravilloso, a la gracia. Si estas horas breves y
raras de felicidad compensaban y amortiguaban el destino siniestro del
lobo estepario, de manera que la ventura y el infortunio en fin de
cuentas quedaban equiparados, o si acaso todavía más, la dicha corta,
pero intensa de aquellas pocas horas absorbía todo el sufrimiento y aun
arrojaba un saldo favorable, ello es de nuevo una cuestión, sobre la
cual la gente ociosa puede meditar a su gusto. También el lobo meditaba
con frecuencia sobre ella, y éstos eran sus días más ociosos e inútiles.
A propósito de esto, aún hay que decir una cosa. Hay bastantes personas
de índole parecida a como era Harry; muchos artistas principalmente
pertenecen a esta especie.
Estos hombres tienen todos dentro de sí dos almas, dos naturalezas; en
ellos existe lo divino y lo demoníaco, la sangre materna y la paterna,
la capacidad de ventura y la capacidad de sufrimiento, tan hostiles y
confusos lo uno junto y dentro de lo otro, como estaban en Harry el lobo
y el hombre. Y estas personas, cuya existencia es muy agitada, viven a
veces en sus raros momentos de felicidad algo tan fuerte y tan
indeciblemente hermoso, la espuma de la dicha momentánea salta con
frecuencia tan alta y deslumbrante por encima del mar del sufrimiento,
que este breve relámpago de ventura alcanza y encanta radiante a otras
personas. Así se producen, como preciosa y fugitiva espuma de felicidad
sobre el mar de sufrimiento, todas aquellas obras de arte, en las cuales
un solo hombre atormentado se eleva por un momento tan alto sobre su
propio destino, que su dicha luce como una estrella, y a todos aquellos
que la ven, les parece algo eterno y como su propio sueño de felicidad.
Todos estos hombres, llámense como se quieran sus hechos y sus obras, no
tienen realmente, por lo general, una verdadera vida, es decir, su vida
no es ninguna esencia, no tiene forma, no son héroes o artistas o
pensadores a la manera como otros son jueces, médicos, zapateros o
maestros, sino que su existencia es un movimiento y un flujo y reflujo
eternos y penosos, está infeliz y dolorosamente desgarrada, es terrible y
no tiene sentido, si no se está dispuesto a ver dicho sentido
precisamente en aquellos escasos sucesos, hechos, ideas y obras que
irradian por encima del caos de una vida así. Entre los hombres de esta
especie ha surgido el pensamiento peligroso y horrible de que acaso toda
la vida humana no sea sino un tremendo error, un aborto violento y
desgraciado de la madre universal, un ensayo salvaje y horriblemente
desafortunado de la naturaleza. Pero también entre ellos es donde ha
surgido la otra idea de que el hombre acaso no sea sólo un animal medio
razonable, sino un hijo de los dioses y destinado a la inmortalidad.
Toda especie humana tiene sus caracteres, sus sellos, cada una tiene sus
virtudes y sus vicios, cada una, su pecado mortal. A los caracteres del
lobo estepario pertenecía el que era un hombre nocturno. La mañana era
para él una mala parte del día, que le asustaba y que nunca le trajo
nada agradable. Nunca estuvo verdaderamente contento en una mañana
cualquiera de su vida, nunca hizo nada bueno en las horas antes de
mediodía, nunca tuvo buenas ocurrencias ni pudo proporcionarse a sí
mismo ni a los demás alegrías en esas horas. Sólo en el transcurso de la
tarde se iba entonando y animando, y únicamente hacia la noche se
mostraba, en sus buenos días, fecundo, activo y a veces fogoso y alegre.
Nunca ha tenido hombre alguno una necesidad más profunda y apasionada
de independencia que él. En su juventud, siendo todavía pobre y
costándole trabajo ganarse el pan, prefería pasar hambre y andar con los
vestidos rotos, si así salvaba un poco de independencia. No se vendió
nunca por dinero ni por comodidades, nunca a mujeres ni a poderosos; más
de cien veces tiró y apartó de sí lo que a los ojos de todo el mundo
constituía sus excelencias y ventajas, para conservar en cambio su
libertad. Ninguna idea le era más odiosa y horrible que la de tener que
ejercer un cargo, someterse a una distribución del tiempo, obedecer a
otros. Una oficina, una cancillería, un negociado eran cosas para él tan
execrables como la muerte, y lo más terrible que pudo vivir en sueños
fue la reclusión en un cuartel. A todas estas situaciones supo
sustraerse, a veces mediante grandes sacrificios. En esto estaba su
fortaleza y su virtud, aquí era inflexible, aquí era su carácter firme y
rectilíneo. Pero a esta virtud estaban íntimamente ligados su
sufrimiento y su destino. Le sucedía lo que les sucede a todos; lo que
él, por un impulso muy íntimo de su ser, buscó y anheló con la mayor
obstinación, logró obtenerlo, pero en mayor medida de la que es
conveniente a los hombres. En un principio fue su sueño y su ventura,
después su amargo destino. El hombre poderoso en el poder sucumbe; el
hombre del dinero, en el dinero; el servil y humilde, en el servicio; el
que busca el placer, en los placeres. Y así sucumbió el lobo estepario
en su independencia. Alcanzó su objetivo, fue cada vez más
independiente, nadie tenía nada que ordenarle, a nadie tenía que ajustar
sus actos, sólo y libremente determinaba él a su antojo lo que había de
hacer y lo que había de dejar. Pues todo hombre fuerte alcanza
indefectiblemente aquello que va buscando con verdadero ahínco.
Pero en medio de la libertad lograda se dio bien pronto cuenta Harry de
que esa su independencia era una muerte, que estaba solo, que el mundo
lo abandonaba de un modo siniestro, que los hombres no le importaban
nada; es más, que él mismo a sí tampoco, que lentamente iba ahogándose
en una atmósfera cada vez más tenue de falta de trato y de aislamiento.
Porque ya resultaba que la soledad y la independencia no eran su afán y
su objetivo, eran su destino y su condenación, que su mágico deseo se
había cumplido y ya no era posible retirarlo, que ya no servía de nada
extender los brazos abiertos lleno de nostalgia y con el corazón
henchido de buena voluntad, brindando solidaridad y unión; ahora lo
dejaban solo. Y no es que fuera odioso y detestado y antipático a los
demás. Al contrario, tenía muchos amigos. Muchos lo querían bien. Pero
siempre era únicamente simpatía y amabilidad lo que encontraba; lo
invitaban, le hacían regalos, le escribían bonitas cartas, pero nadie se
le aproximaba espiritualmente, por ninguna parte surgía compenetración
con nadie, y nadie estaba dispuesto ni era capaz de compartir su vida.
Ahora lo envolvía el ambiente de soledad, una atmósfera de quietud, un
apartamiento del mundo que lo rodeaba, una incapacidad de relación,
contra la cual no podía nada ni la voluntad, ni el afán, ni la
nostalgia. Este era uno de los caracteres más importantes de su vida.
Otro era que había que clasificarlo entre los suicidas. Aquí debe
decirse que es erróneo llamar suicidas sólo a las personas que se
asesinan realmente. Entre éstas hay, sin embargo, muchas que se hacen
suicidas en cierto modo por casualidad y de cuya esencia no forma parte
el suicidismo. Entre los hombres sin personalidad, sin sello marcado,
sin fuerte destino, entre los hombres adocenados y de rebaño hay muchos
que perecen por suicidio, sin pertenecer por eso en toda su
característica al tipo de los suicidas, en tanto que, por otra parte, de
aquellos que por su naturaleza deben contarse entre los suicidas,
muchos, quizá la mayoría, no ponen nunca mano sobre sí en la realidad.
El «suicida» -y Harry era uno- no es absolutamente preciso que esté en
una relación especialmente violenta con la muerte; esto puede darse
también sin ser suicida.
Pero es peculiar del suicida sentir su yo, lo mismo da con razón que sin
ella, como un germen especialmente peligroso, incierto y comprometido,
que se considera siempre muy expuesto y en peligro, como si estuviera
sobre el pico estrechísimo de una roca, donde un pequeño empuje externo o
una ligera debilidad interior bastarían para precipitarlo en el vacío.
Esta clase de hombres se caracteriza en la trayectoria de su destino
porque el suicidio es para ellos el modo más probable de morir, al menos
según su propia idea. Este temperamento, que casi siempre se manifiesta
ya en la primera juventud y no abandona a estos hombres durante toda su
vida, no presupone de ninguna manera una. fuerza vital especialmente
debilitada; por el contrario, entre los «suicidas» se hallan naturalezas
extraordinariamente duras, ambiciosas y hasta audaces. Pero así como
hay naturalezas que a la menor indisposición propenden a la fiebre, así
estas naturalezas, que llamamos «suicidas», y que son siempre muy
delicadas y sensibles, propenden, a la más pequeña conmoción, a
entregarse intensamente a la idea del suicidio. Si tuviéramos una
ciencia con el valor y la fuerza de responsabilidad para ocuparse del
hombre y no solamente de los mecanismos de los fenómenos vitales, si
tuviéramos algo como lo que debiera ser una antropología, algo así como
una psicología, serían conocidas estas realidades de todo el mundo.
Lo que hemos dicho aquí acerca de los suicidas se refiere todo,
naturalmente, a la superficie, es psicología, esto es, un pedazo de
física. Metafísicamente considerada, la cuestión está de otro modo y
mucho más clara, pues en este sentido los «suicidas» se nos ofrecen como
los atacados del sentimiento de la individuación, como aquellas almas
para las cuales ya no es fin de su vida sus propias perfección y
evolución, sino su disolución, tornando a la madre, a Dios, al todo. De
estas naturalezas hay muchísimas perfectamente incapaces de cometer
jamás el suicidio real, porque han reconocido profundamente su pecado.
Para nosotros, son, sin embargo, suicidas, pues ven la redención en la
muerte, no en la vida; están dispuestos a eliminarse y entregarse, a
extinguirse y volver al principio.
Como toda fuerza puede también convertirse en una flaqueza (es más, en
determinadas circunstancias se convierte necesariamente), así puede a la
inversa el suicida típico hacer a menudo de su aparente debilidad una
fuerza y un apoyo, lo hace en efecto con extraordinaria frecuencia.
Entre estos casos cuenta también el de Harry, el lobo estepario. Como
millares de su especie, de la idea de que en todo momento le estaba
abierto el camino de la muerte no sólo se hacía una trama fantástica
melancólico-infantil, sino que de la misma idea se forjaba un consuelo y
un sostén. Ciertamente que en él, como en todos los individuos de su
clase, toda conmoción, todo dolor, toda mala situación en la vida,
despertaba al punto el deseo de sustraerse a ella por medio de la
muerte. Pero poco a poco se creó de esta predisposición una filosofía
útil para la vida. La familiaridad con la idea de que aquella salida
extrema estaba constantemente abierta, le daba fuerza, lo hacía curioso
para apurar los dolores y las situaciones desagradables, y cuando le iba
muy mal, podía expresar su sentimiento con feroz alegría, con una
especie de maligna alegría: «Tengo gran curiosidad por ver cuánto es
realmente capaz de aguantar un hombre.
En cuanto alcance el límite de lo soportable, no habrá más que abrir la
puerta y ya estaré fuera.» Hay muchos suicidas que de esta idea logran
extraer fuerzas extraordinarias.
Por otra parte, a todos los suicidas les es familiar la lucha con la
tentación del suicidio. Todos saben muy bien, en alguno de los rincones
de su alma, que el suicidio es, en efecto, una salida, pero muy
vergonzante e ilegal, que en el fondo, es más noble y más bello dejarse
vencer y sucumbir por la vida misma que por la propia mano. Esta
conciencia, esta mala conciencia, cuyo origen es el mismo que el de la
mala conciencia de los llamados autosatisfechos, obliga a los suicidas a
una lucha constante contra su tentación. Estos luchan, como lucha el
cleptómano contra su vicio. También al lobo estepario le era
perfectamente conocida esta lucha; con toda clase de armas la había
sostenido. Finalmente, llegó, a la edad de unos cuarenta y siete años, a
una ocurrencia feliz y no exenta de humorismo, que le producía gran
alegría. Fijó la fecha en que cumpliera cincuenta años como el día en el
cual había de poder permitirse el suicidio. En dicho día, así lo
convino consigo mismo, habría de estar en libertad de utilizar la salida
para caso de apuro, o no utilizarla, según el cariz del tiempo. Aunque
le pasase lo que quisiera, aunque se pusiera enfermo, perdiese su
dinero, experimentara sufrimientos y amarguras, ¡todo estaba emplazado,
todo podía a lo sumo durar estos pocos años, meses, días, cuyo número
iba disminuyendo constantemente! Y, en efecto, soportaba ahora con mucha
más facilidad muchas incomodidades que antes lo martirizaban más y más
tiempo, y acaso lo conmovían hasta los tuétanos. Cuando por cualquier
motivo le iba particularmente mal, cuando a la desolación, al
aislamiento y a la depravación de su vida se le agregaban además dolores
o pérdidas especiales, entonces podía decirles a los dolores: «¡Esperad
dos años no más y seré vuestro dueño!» Y luego se abismaba con cariño
en la idea de que el día en que cumpliera los cincuenta años, llegarían
por la mañana las cartas y las felicitaciones, mientras que él, seguro
de su navaja de afeitar, se despedía de todos los dolores y cerraba la
puerta tras sí. Entonces verían la gota en las articulaciones, la
melancolía, el dolor de cabeza y el dolor de estómago dónde se quedaban.
Aún resta explicar el fenómeno específico del lobo estepario y, sobre
todo, su relación particular con la burguesía, refiriendo estos hechos a
sus leyes fundamentales.
Tomemos como punto de partida, puesto que ello se ofrece por sí mismo, aquella su relación con lo «burgués».
El lobo estepario estaba, según su propia apreciación, completamente
fuera del mundo burgués, ya que no conocía ni vida familiar ni
ambiciones sociales. Se sentía en absoluto como individualidad aislada,
ya como ser extraño y enfermizo anacoreta, ya como hipernormal, como un
individuo de disposiciones geniales y elevado sobre las pequeñas normas
de la vida corriente. Consciente, despreciaba al hombre burgués y tenía a
orgullo no serlo. Esto no obstante, vivía en muchos aspectos de un modo
enteramente burgués; tenía dinero en el Banco y ayudaba a parientes
pobres, es verdad que se vestía sin atildamiento, pero con decencia y
para no llamar la atención; procuraba vivir en buena paz con la Policía,
con el recaudador de contribuciones y otros poderes parecidos. Pero,
además, lo atraía también un fuerte y secreto afán constante hacia el
mundo de la pequeña burguesía, hacia las tranquilas y decentes casas de
familia, con jardinillos limpios, escaleras relucientes y toda su
modesta atmósfera de orden y de pulcritud. Le gustaba tener sus pequeños
vicios y sus extravagancias, sentirse extraburgués, como ente raro o
como genio, pero no habitaba ni vivía nunca, por decirlo así, en los
suburbios de la vida, donde no hay burguesía ya. Ni estaba en su
elemento entre los hombres violentos y de excepción, ni entre los
criminales y mal avenidos con la ley, sino que se quedaba siempre
viviendo en los dominios de la burguesía, con cuyos hábitos, normas y
ambiente no dejaba de estar en relación, aunque fuera antagónica y
rebelde. Además, se había criado en una educación de pequeña burguesía y
había conservado desde entonces una multitud de conceptos y rutinas.
Teóricamente no tenía nada contra la prostitución, pero hubiera sido
incapaz de tomar en serio personalmente a una prostituta y de
considerarla realmente como su igual. Al acusado de delitos políticos,
al revolucionario o al inductor espiritual perseguido por el Estado y
por la sociedad podía estimar como a un hermano, pero con un ladrón,
salteador o asesino no hubiese sabido qué hacerse, como no fuera
compadecerlos de un modo un tanto burgués.
De esta manera reconocía y afirmaba siempre con una mitad de su ser y de
su actividad, lo que con la otra mitad negaba y combatía. Educado con
severidad y buenas costumbres en una casa culta de la burguesía, estaba
siempre apegado con parte de su alma a los órdenes de este mundo, aun
después de haberse individualizado hacía mucho tiempo por encima de toda
medida posible en un ambiente burgués y de haberse libertado del
contenido ideal y del credo de la burguesía.
Lo «burgués», pues, como un estado siempre latente dentro de lo humano,
no es otra cosa que el ensayo de una compensación, que el afán de un
término medio de avenencia entre los numerosos extremos y dilemas
contrapuestos de la humana conducta. Si tomamos como ejemplo cualquiera
de estos dilemas de contraposición, a saber, el de un santo y un
libertino, se comprenderá al punto nuestra alegría. El hombre tiene la
facultad de entregarse por entero a lo espiritual, al intento de
aproximación a lo divino, al ideal de los santos. Tiene también, por el
contrario, la facultad de entregarse por completo a la vida del
instinto, a los apetitos sensuales y de dirigir todo su afán a la
obtención de placeres del momento. Uno de los caminos acaba en el santo,
en el mártir del espíritu, en la propia renunciación y sacrificio por
amor a Dios. El otro camino acaba en el libertino, en el mártir de los
instintos, en el propio sacrificio en aras de la descomposición y el
aniquilamiento. Ahora bien, el burgués trata de vivir en un término
medio confortable entre ambas sendas. Nunca habrá de sacrificarse o de
entregarse ni a la embriaguez ni al ascetismo, nunca será mártir ni
consentirá en su aniquilamiento. Al contrario, su ideal no es
sacrificio, sino conservación del yo, su afán no se dirige ni a la
santidad ni a lo contrario; la incondicionalidad le es insoportable; sí
quiere servir a Dios, pero también a los placeres del mundo; sí quiere
ser virtuoso, pero al mismo tiempo pasarlo en la tierra un poquito bien y
con comodidad. En resumen, trata de colocarse en el centro, entre los
extremos, en una zona templada y agradable, sin violentas tempestades ni
tormentas, y esto lo consigue, desde luego, aun a costa de aquella
intensidad de vida y de sensaciones que proporciona una existencia
enfocada hacia lo incondicional y extremo. Intensivamente no se puede
vivir más que a costa del yo. Pero el burgués no estima nada tanto como
al yo (claro que un yo desarrollado sólo rudimentariamente). A costa de
la intensidad alcanza seguridad y conservación; en vez de posesión de
Dios, no cosecha sino tranquilidad de conciencia; en lugar de placer,
bienestar; en vez de libertad, comodidad; en vez de fuego abrasador, una
temperatura agradable. El burgués es consiguientemente por naturaleza
una criatura de débil impulso vital, miedoso, temiendo la entrega de sí
mismo, fácil de gobernar. Por eso ha sustituido el poder por el régimen
de mayorías, la fuerza por la ley, la responsabilidad por el sistema de
votación.
Es evidente que este ser débil y asustadizo, aun existiendo en cantidad
tan considerable, no puede sostenerse, que por razón de sus cualidades
no podría representar en el mundo otro papel que el de rebaño de
corderos entre lobos errantes.
Sin embargo, vemos que, aunque en tiempos de los gobiernos de
naturalezas muy vigorosas el ciudadano burgués es inmediatamente
aplastado contra la pared, no perece nunca, y a veces hasta se nos
antoja que domina en el mundo. ¿Cómo es esto posible?
Ni el gran número de sus rebaños, ni la virtud, ni el common sense, ni
la organización serían lo bastante fuertes para salvarlo de la derrota.
No hay medicina en el mundo que pueda sostener a quien tiene la
intensidad vital tan debilitada desde el principio. Y sin embargo, la
burguesía vive, es poderosa y próspera. ¿Por qué?
La respuesta es la siguiente: por los lobos esteparios. En efecto, la
fuerza vital de la burguesía no descansa en modo alguno sobre las
cualidades de sus miembros normales, sino sobre las de los
extraordinariamente numerosos outsiders que puede contener aquélla
gracias a lo desdibujado y a la elasticidad de sus ideales. Viven
siempre dentro de la burguesía una gran cantidad de temperamentos
vigorosos y fieros. Nuestro lobo estepario, Harry, es un ejemplo
característico. Él, que se ha individualizado mucho más allá de la
medida posible a un hombre burgués, que conoce las delicias de la
meditación, igual que las tenebrosas alegrías del odio a todo y a sí
mismo, que desprecia la ley, la virtud y el common sense es un adepto
forzoso de la burguesía y no puede sustraerse a ella. Y así acampan en
torno de la masa burguesa, verdadera y auténtica, grandes sectores de la
humanidad, muchos millares de vidas y de inteligencias, cada una de las
cuales, aunque se sale del marco de la burguesía y estaría llamada a
una vida de incondicionalidades, es, sin embargo, atraída por
sentimientos infantiles hacia las formas burguesas y contagiada un tanto
de su debilitación en la intensidad vital, se aferra de cierta manera a
la burguesía, quedando de algún modo sujeta, sometida y obligada a
ella. Pues a ésta le cuadra, a la inversa, el principio de los
poderosos: «Quien no está contra mí, está conmigo.»
Si examinamos en este aspecto el alma del lobo estepario, se nos
manifiesta éste como un hombre al cual su grado elevado de individuación
lo clasifica ya entre los no burgueses, pues toda individuación
superior se orienta hacia el yo y propende luego a su aniquilamiento.
Vemos cómo siente dentro de sí fuertes estímulos, tanto hacia la
santidad como hacia el libertinaje, pero a causa de alguna debilitación o
pereza no pudo dar el salto en el insondable espacio vacío, quedando
ligado al pesado astro materno de la burguesía. Esta es su situación en
el Universo, éste su atadero. La inmensa mayoría de los intelectuales,
la mayor parte de los artistas pertenecen a este tipo. Únicamente los
más vigorosos de ellos traspasan la atmósfera de la tierra burguesa y
llegan al cosmos, todos los demás se resignan o transigen, desprecian la
burguesía y pertenecen a ella sin embargo, la robustecen y glorifican,
al tener que acabar por afirmaría para poder seguir viviendo. Estas
numerosas existencias no llegan a lo trágico, pero sí a un infortunio y a
una desventura muy considerables, en cuyo infierno han de cocerse y
fructificar sus talentos. Los pocos que consiguen desgarrarse con
violencia, logran lo absoluto y sucumben de manera admirable; son los
trágicos, su número es reducido...
*Fragmento
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