Romero - Eduardo Galeano
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Esta frase de Monseñor Romero es citada por Eduardo Galeano en el libro "Patas arriba". |
Romero
El arzobispo le ofrece una silla. Marianela prefiere hablar parada.
Siempre viene por otros; pero esta vez, Marianela viene por ella.
Marianela García Vilas, abogada de los torturados y los desaparecidos de
El Salvador, no viene esta vez en busca de la solidaridad del arzobispo
para alguna de las víctimas de D'Aubuisson, el Capitán Antorcha, que
tortura con soplete, o de algún otro militar especializado en el horror.
Marianela no viene a pedirle ayuda para ninguna investigación ni
denuncia. Esta vez, tiene algo personal que decirle. Con toda suavidad,
cuenta que los policías la han secuestrado, atado, golpeado, humillado,
desnudado —y que la han violado. Lo cuenta sin lágrimas ni sobresaltos,
con su calma de siempre, pero el arzobispo Arnulfo Romero jamás había
escuchado estas vibraciones de odio en la voz de Marianela, ecos del
asco, llamados de la venganza; y cuando Marianela calla, el arzobispo,
atónito, calla también.
Después de mucho silencio, él empieza a decirle que la Iglesia no odia
ni tiene enemigos, que toda infamia y todo contradiós forman también
parte del orden divino, que también los criminales son nuestros hermanos
y que por ellos debe rezar, que debe perdonar a sus perseguidores, que
debe aceptar el dolor, que debe... Y de pronto, el arzobispo Romero se
interrumpe. Baja la mirada, hunde la cabeza entre las manos. Mueve la
cabeza, negando, y dice:
—No, no quiero saber.
La revelación
—No quiero saber —dice, y se le rompe la voz.
El arzobispo Romero, que siempre da consuelo y amparo, está llorando como un niño sin madre y sin casa. Está dudando el arzobispo Romero, que siempre da certeza, la tranquilizadora certeza de un Dios neutral que a todos comprende y a todos abraza.
Romero está llorando y dudando y Marianela le acaricia la cabeza.
La ofrenda
El arzobispo Romero, que siempre da consuelo y amparo, está llorando como un niño sin madre y sin casa. Está dudando el arzobispo Romero, que siempre da certeza, la tranquilizadora certeza de un Dios neutral que a todos comprende y a todos abraza.
Romero está llorando y dudando y Marianela le acaricia la cabeza.
La ofrenda
Hasta hace un par de años, sólo se entendía con Dios. Ahora habla con
todos y por todos. Cada hijo del pueblo atormentado por los poderosos es
el hijo de Dios crucificado; y en el pueblo Dios resucita después de
cada crimen que los poderosos cometen. Monseñor Romero, arzobispo de El
Salvador, abremundo, rompemundo, nada tiene que ver ahora con aquel
titubeante pastor de almas que los poderosos aplaudían. Ahora el pueblo
interrumpe con ovaciones sus homilías que acusan al terrorismo de
Estado.
Ayer, domingo, el arzobispo exhortó a los policías y a los soldados a
desobedecer la orden de matar a sus hermanos campesinos. En nombre de
Cristo, Romero dijo al pueblo salvadoreño: Levántate y anda.
Hoy, lunes, el asesino llega a la iglesia escoltado por dos patrulleros
policiales. Entra y espera, escondido detrás de una columna. Romero
está celebrando misa. Cuando abre los brazos y ofrece el pan y el vino,
cuerpo y sangre del pueblo, el asesino aprieta el gatillo.