Eduardo Galeano - Un profesional
Fue cimiento de su hogar, bastón de su madre, escudo de sus hermanas.
Al fondo de la casa, al final del largo
corredor, había un altar consagrado a la Virgen. Allí recogía sus balas,
sus balas rezadas, sumergidas en la pila de agua bendita, y se ataba el
escapulario al pecho, antes de marcharse a cumplir un servicio. Y allí
quedaban, clavadas de rodillas ante el altar, la madre y las hermanas.
Durante horas y horas, desgranaban rosarios suplicando una ayudita a la
Milagrosa, para que el trabajo del muchacho saliera bien.
Sus labores le ganaron fama y respeto en
las calles de Corinto y en otros pueblos y ciudades del valle del Cauca.
En toda Colombia no, porque la competencia era mucha. Vivió emplomando
gente, y emplomado murió.
Salvo los cuatro tiros a su mujer, que
fue cosa suya, siempre mató por cuenta de otros. Metió bala por encargo
de empresarios, generales, herederos y maridos.
–Que nadie vaya a pensar mal –decía–. Yo lo hago por dinero.