Mario Benedetti: Julio Cortázar, un narrador para lectores cómplices
“Es muy fácil advertir que cada vez escribo menos bien, y ésa es precisamente mi manera de buscar un estilo. Algunos críticos han hablado de regresión lamentable, porque naturalmente el proceso tradicional es ir del escribir mal al escribir bien. Pero a mí me parece que entre nosotros el estilo es también un problema ético, una cuestión de decencia. ¡Es tan fácil escribir bien! ¿No deberíamos los argentinos (y esto no vale solamente para la literatura) retroceder primero, bajar primero, tocar lo más amargo, lo más repugnante, lo más obsceno, todo lo que una historia de espaldas al país nos escamoteó tanto tiempo a cambio de la ilusión de nuestra grandeza y nuestra cultura, y así, después de haber tocado fondo, ganarnos el derecho a remontar hacia nosotros mismos, a ser de verdad lo que tenemos que ser?”. Así se expresa Julio Cortázar (narrador nacido en Bruselas, de padres argentinos, en 1914) en entrevista concedida a Luis Mario Schneider[1]. En Los premios (1960), primera novela de Cortázar (anteriormente había publicado un poema dramático y tres volúmenes de cuentos), ese retroceso a la sinceridad, esa intención de tocar fondo, eran visibles; el método de muestreo entonces utilizado parecía destinado a comprender y rescatar el país escamoteado. En Rayuela (1963), segunda novela, existe probablemente una intención similar, aunque ya no dirigida al país sino al individuo que también se escamotea a sí mismo. En última instancia, empero, ese propósito podría ser interpretado como un modo extremo, hiperbolizado, de intentar salvar el país mediante el rescate individual de cada una de sus células.
En realidad, hace ya catorce años que Julio Cortázar publicó la primera edición de Bestiario (1951),
el libro que provocó su ascenso a una inicial notoriedad de élite. En
la mayor parte de aquellos ocho cuentos, el autor empleaba una fórmula
que le daba un buen dividendo de efectos: lo fantástico acontecía dentro
de un marco de verosimilitud y los personajes empleaban los lugares
comunes y los coloquialismos en que se especializa a el bonaerense. En
algunos pasajes, el lector tenía la impresión de que hasta lo fantástico
funcionaba como un lugar común. En el cuento Carta a una señorita de París,
por ejemplo, el hecho de que el protagonista vomitara con alguna
frecuencia conejitos vivos, era relatado en primera persona con el
acento puesto en un imprevisto resorte del absurdo: mientras el
personaje pensaba que no pasaría de diez conejitos, todo le sonaba a
normal, mas al producir el conejito undécimo, se veía excedido por lo
insólito y sólo entonces recurría al suicidio.
Tal vez ahora, cuando los tres volúmenes de cuentos (Bestiario, Las armas secretas, El final del juego)
figuran sostenidamente en los cuadros de best-sellers, y es oportuna la
relectura íntegra de los treinta y un relatos, haya llegado la ocasión
de indagar qué formidable secreto ha hecho de Cortázar (pese a la
inexplicable exclusión de su nombre en las más difundidas antologías del
cuento latinoamericano) uno de uno de los más notables creadores del
género en nuestro idioma. “Casi todos los cuentos que he escrito
pertenecen a género llamado fantástico por falta de mejor nombre”, ha
declarado Cortázar, “y se oponen a ese falso realismo que consiste en
creer que todas las cosas pueden describirse y explicarse como lo daba
por sentado el optimismo filosófico y científico del siglo XVIII, es
decir, dentro de un mundo regido más o menos armoniosamente por un
sistema de leyes, de principios, de relaciones de causa a efecto, de
psicologías definidas, de geografías bien cartografiadas. En mi caso, la
sospecha de otro orden más secreto y menos comunicable y el fecundo
descubrimiento de Alfred Jarry, para quien el verdadero estudio de la
realidad no residía en las leyes sino en las excepciones de esas leyes,
han sido algunos de los principios orientadores de mi búsqueda personal
de una literatura al margen de todo realismo demasiado ingenuo”[2].
Releyendo prácticamente de un tirón todos los cuentos de Cortázar, es
posible advertir que llamarlos fantásticos delataba en verdad la falta
de mejor nombre, ya que la afinidad esencial que los une y los orienta,
pone el acento en otra característica, para la cual lo fantástico es
sólo un medio, un recurso subordinado. En la cita que figura más arriba,
el propio Cortázar se encarga de brindar el nombre de ese rasgo: la
excepción.
Adolfo Bioy Casares, en el prólogo a la Antología de la literatura fantástica
que en 1940 publicara conjuntamente con Jorge Luis Borges y Silvina
Ocampo, al considerar las diversas tendencias de esa rama de la
literatura, expresa que “algunos autores descubrieron la conveniencia de
hacer que en un mundo plenamente creíble sucediera un solo hecho
increíble; que en vidas, consuetudinarias y domésticas, como las del
lector, sucediera el fantasma”. Si se hace la prueba de aproximar esa
comprobación a la obra de Cortázar, se verá que sólo se corresponde con
una de sus zonas. Para adecuarla, al resto de su producción habría que
hablar más bien de la conveniencia de hacer que en un mundo plenamente
gobernado por reglas sucediera un solo hecho excepcional; que en vidas
consuetudinarias y domésticas, como la del lector, sucediera de pronto
la excepción, el vuelco sorpresivo. En una lista de cuentos mencionados
por Cortázar como seguros integrantes de una antología de su propio
gusto (Poe, Maupassant, Capote, Borges, Tolstoy, Hemingway, Dinesen, y
también Un sueño realizado de nuestro Juan Carlos Onetti), ese
culto de la excepción aparece como un común denominador. Cortázar ha
relatado que un escritor argentino, muy amigo del boxeo, le decía que
“en ese combate que se entabla entre un texto apasionante y su lector,
la novela gana siempre por puntos, mientras que el cuento debe ganar por
knock-out”[3]. El lector de Cortázar sabe, por experiencia, lo que es
quedar fuera de combate; pero sabe también que, aunque este narrador
utilice a veces algún fantasma para llegar al ansiado knock-out, la
contundencia del impacto, tiene a menudo que ver con algo tan cercano y
tan concreto como la lisa y llana realidad. Si se tiene la paciencia de
efectuar una suerte de lectura colacionada de los treinta y un cuentos,
se verá que muchos de los elementos o recursos fantásticos usados en los
mismos, son meras prolongaciones de lo real, o sea que lo increíble no
parte (como en la clásica literatura feérica, o en las viejas sagas
chinas de lo sobrenatural) de una raíz inverosímil, sino que proviene de
un dato (un sentimiento, un hecho, una tensión, un impulso neurótico)
absolutamente creíble y verificable en la realidad[4]. Un cuento como Cartas de mamá construye su fantasmagoría a partir de un tangible remordimiento; Las ménades crea la suya a partir de una historia colectiva que desgraciadamente no es nada irreal; La casa tomada
trasmuta en fantasmal una retirada que, en el trasfondo de su ansiosa
anécdota, acaso simbolice algo así como el Dunkerke de una clase social
que poco a poco va siendo desalojada por una presencia a la que no tiene
el valor, ni tampoco las ganas, de enfrentar. En Omnibus, lo
fantástico esta dado sólo por esa cosa insólita, misteriosa, innominada,
que siempre parece a punto de desencadenarse y sin embargo no se
desencadena; lo fantástico no es lo que ocurre sino lo que amenaza
ocurrir. Pero no todos los cuentos de Cortázar recurren a lo fantástico.
Es más: casi me atrevería a afirmar que esa doble posibilidad, fantasía-realismo,
constituye un ingrediente más de su tensión, de su indeclinable
ejercicio del suspenso. No bien el lector se da cuenta de que este
narrador no usa exclusivamente lo fantástico, queda para siempre a la
angustiosa espera de los dos rumbos. La noche boca arriba, es un ejemplo típico de un cuento que sólo al final suelta sus amarras con lo estrictamente verosímil. Después del almuerzo y Los buenos servicios,
por el contrario, están anunciando siempre un desenlace irreal y en
cambio acceden a la sorpresa justamente por la puerta de servicio. En El móvil,
se planifica la anécdota de modo tal que todo el cuento aparece como
muy realista, pero luego resulta que son el impulso, la razón de esa
misma anécdota los que se vuelven inexorablemente fantásticos, irreales.
En Circe, el horror planea tan puntualmente sobre el barniz
romántico de la historia que cuando la peripecia se desliza (perfecta
equidistancia entre Escila y Caribdis) entre aquel barniz romántico y su
complementario horror, es el arduo equilibrio el que se convierte en
excepción.
En la desvelada búsqueda de la excepción, suele ocurrir que Cortázar desorganice el tiempo. Sobremesa
plantea un cruce de cartas entre dos personas perfectamente lúcidas,
cartas redactadas, por otra parte, en términos absolutamente cuerdos. La
colisión irreal viene de una asombrosa incompatibilidad entre las
respectivas realidades, entre las respectivas corduras; lo fantástico
del relato deriva de ese deliberado y habilísimo desajuste, porque si
las cartas que firma Federico Moraes constituyen la regla, las que firma
Alberto Rojas serán entonces la excepción, y viceversa. “El tiempo, un
niño que juega y mueve los peones”, reza el epígrafe de Heráclito; pero
el lector tiene la espesa, escalofriante impresión de estar frente: a
dos tableros, desigualmente gobernados, uno por el tiempo propiamente
dicho, y otro por un simple partenaire del tiempo. El escalofrío viene precisamente de no saber cuál es cuál. En Las armas secretas
también es el tiempo quien dispone y predispone. Por el mero recurso de
intercalar oportunamente un episodio del pasado, Cortázar deposita en
el cuento una carga de excepción, allí sí fantasmal.
Sin embargo, resultó curioso comprobar que los dos mejores cuentos (El perseguidor, El final del juego)
de estos tres volúmenes, se atienen a anécdotas que ni por un instante
abandonan el carril fehaciente, el minucioso tilde del detalle. ¿Y la
excepción? En el primer caso, la excepción es el protagonista: Johnny
Carter, el saxofonista negro, consumidor de drogas, olvidadizo,
mujeriego, preocupado (como el espléndido personaje de La flor amarilla
y tantas otras criaturas de Cortázar) por el tiempo. Johnny tiene
alucinaciones, ve extrañas urnas, vislumbra una puerta que ha empezado a
abrirse, una puerta junto a la cual está Dios, “ese portero de librea,
ese abridor de puertas a cambio de una propina”. Al igual que el
escritor, el personaje busca sus propios medios (la droga, la
alucinación, el éxtasis cuando toca el saxo alto) de fabricarse una
personal fantasmagoría, pero ésta, precisamente debido al empleo de
tales medios, se vuelve verosímil. Para admitirla, el lector no tiene
por qué expatriarse del sentido común. En El final del juego,
sutil y aparentemente inocente recreación de adolescencia, el narrador
imagina (o evoca) una limpia trama lineal, sin interpolaciones ni
trastrueques. En esa historia de tres muchachas que, junto a las vías
del ferrocarril, juegan a las estatuas y a las actitudes, y
de ese modo impresionan y aluden a un joven pasajero de rulos rubios y
ojos dulces que viaja diariamente en el tren de las dos y ocho, todo
parece preparado para un cuento manso, distendido. El juego de las
estatuas es atractivo, porque inmoviliza provisoriamente a los ágiles;
es alegre, porque esa parálisis fingida apenas significa una broma, una
parodia. Pero en el cuento de Cortázar aparece una excepción a esa
regla: la lisiada Leticia, que sólo disimula el defecto físico cuando se
inmoviliza en el juego. Su parálisis real socava retroactivamente la
liviandad y la inocencia del entretenimiento.
Con tales fracturas de lo corriente, de lo vulgar, de lo siempre
admitido, Cortázar no está sin embargo trastornando o enredando la
historia o los valores del género. Más bien está creando en la línea
acumulativamente clásica que pasa por Poe, Maupassant, Chejov, Quiroga,
Hemingway; una línea que implica un rigor (rigor en la sencillez, cuando
el tema la vuelve obligatoria, y también rigor en la complejidad,
cuando ésta se convierte en el único medio de transformar el cuento en
algo significativo) que va desde la técnica hasta la sensibilidad, desde
la intuición verbal hasta la firme autocrítica; una línea que implica
que el cuento no nace ni muere en su anécdota sino que contiene (son
palabras de Cortázar) “esa fabulosa apertura de lo pequeño hacia lo
grande, de lo individual y circunscrito a la esencia misma de la
condición humana”. La gran novedad que este notable escritor introduce
en el género, no es (como en Rayuela) una revolución formal o de
estructura; la gran novedad es la de su inteligencia, la de su alma; es
su flamante, renacido, inédito aprovechamiento de la lección de los
viejos maestros, esos alertados tronchadores de lo cotidiano, esos
tenaces salvadores de la hondura.
La trama de Los premios (1960), la primera de sus dos novelas,
no es demasiado complicada. Se ha realizado una rifa, organizada por
algún ente vagamente estatal, con un viaje transoceánico como máxima
recompensa. La novela junta en el Malcolm al más heterogéneo de
los pasajes, pero el novelista no confía en el azar en la misma medida
que sus personajes; de ahí que los elija en carácter de muestras de
varias capas sociales, varios estratos de cultura, diversos niveles
generacionales. Los personajes de Los premios son deliberadamente
representativos. Semejante método de muestreo le da a la novela cierta
rigidez especulativa, acentuada aún más por el confinamiento de los
pasajeros a la mitad, sólo a la mitad, del Malcolm. Porque a la
otra mitad —la que incluye la popa— los pasajeros no tienen acceso: un
coordinado hermetismo de impenetrables puertas y exóticos marineros,
impide inexorablemente el paso. A lo largo de las cuatrocientas y pico
de páginas de que consta la novela, el lector no sabrá a ciencia cierta
(el pretexto del título siempre suena a falso) por qué misteriosa razón
el tránsito a la popa está vedado. La prohibición alcanza a los
pasajeros y también al lector.
El viaje es, en definitiva, algo trunco, ya que sólo durará tres
días, y el ciclo se cerrará volviendo al café London, en Perú y Avenida,
que había sido el punto inicial de concentración de los premiados.
A despecho de la cura en salud de Cortázar (“no me movieron intenciones
alegóricas y mucho menos éticas”), toda la novela es una invitación al
reconocimiento de símbolos y claves. El más obvio de esos símbolos
llevaría a asimilar la suerte del Malcolm con la de una Argentina
más o menos actual, considerando a ésta como un país que tenía un
destino y se quedó sin él, un país de frustración –como tantos otros de
América Latina– tripulado por tímidos o indiferentes o conformistas o,
en el mejor de los casos, por improvisados rebeldes que van al
sacrificio. Quienes pretenden averiguar las secretas motivaciones de los
cambios de rumbo (el secreto de la popa), pagan con una inútil lucidez
(la popa está vacía) o también con la vida. Los únicos personajes que se
realizan son Medrano –asesinado en el preciso instante en que se hace
la luz en su ámbito interior– y el Pelusa, una mente primitiva y
decidida que se salva por el vigor y la pureza, aunque esos mismos
rasgos no le alcancen para que los demás se salven de sus inevitables y
propias frustraciones. Con ese ciclo que empieza y acaba en el café
London, Cortázar parece estarle diciendo a sus connacionales, y quizás a
otros latinoamericanos, que toda aventura argentina (o acaso
rioplatense, o tal vez latinoamericana) está contaminada por charlas de
café; que la charla de café es el mayor intento de comunicación que el
individuo realiza con su prójimo, y, asimismo, la única y modesta
variante de su compromiso. En todo esto (novela de Cortázar,
interpretación del crítico) hay, naturalmente, una simplificación, pero
todo simbolismo literario está simplificando algo, y, por otra parte,
tiene el derecho de hacerlo, siempre y cuando funcione además como
literatura.
La otra salida es la interpretación literal que, paradójicamente, en
este caso es casi fantástica. Cuando los escasos rebeldes deciden
descubrir por sí mismos las razones de tanto misterio, y emprenden su
excursión libertadora, Medrano llega hasta la popa y adquiere —un
segundo antes de ser asesinado por la espalda— la convicción de que la
popa está vacía. “A lo mejor la felicidad existe y es otra cosa”,
alcanza a pensar, rozando de paso alguna controversia que el lector no
consigue dirimir consigo mismo. Porque si en la popa no existe nada, y
además no hay tifus, el hermetismo y las prohibiciones van a inscribirse
automáticamente en una estructura de absurdo: todo ha pasado por nada
(y conste que ese todo incluye nada menos que una muerte). Pero quizá
Cortázar busque decirnos precisamente eso. A diferencia de Kafka, en
cuyo mecanismo de eterna postergación, está la presencia inasible de
Dios, en Cortázar detrás de la postergación está sólo la nada.
Ya sea en la zona de lo estrictamente fantástico (buena parte de sus
cuentos) como en esta alegoría que se niega a sí misma, Cortázar
demuestra que posee el don de narrar. (Desde este punto de vista sólo
habría que reprocharle los híbridos, aburridísimos soliloquios de
Persio). Antes de ver su categoría simbólica, los personajes de Los premios
valen como entes literarios. Algunos de ellos, como el Pelusa o como
Jorge (los dichos del niño son uno de los grandes atractivos del libro)
están vistos y diseñados con cariño; otros, como Claudia y como Medrano,
parecen no creer en el propio calado espiritual que evidentemente
poseen; por último, López, Felipe, Paula y Raúl, frente a quienes el
narrador despliega una cruel objetividad, ofician de contrastes y además
no pueden escapar de su mundo cerrado y sin excusas. Los demás son
viñetas (algunas de ellas memorables), diálogos costumbristas, simples
detalles en este fresco —tan bienhumorado y a la vez tan patético— de la
vida argentina contemporánea. “Detesto las alegorías”, dice un
personaje de Cortázar, “salvo las que se escriben en su tiempo, y no
todas”. De algún modo, Los premios es una alegoría pensada y escrita exactamente en su tiempo.
Ahora bien, así como en Los premios Cortázar niega
rotundamente todo propósito alegórico y acaba sin embargo construyendo
una alegoría de la frustración, así también en Rayuela —que desde la solapa anuncia su condición de contranovela—
termina creando un mundo de una dimensión distinta, original y hasta
polémica, pero que sigue siendo novelesco, aunque tal vez en un sentido
más hondo y esencial. En un Tablero de dirección el autor
advierte: “A su manera este libro es muchos libros, pero sobre todo es
dos libros. El primero se deja leer en la forma corriente y termina en
el capítulo 56, al pie del cual hay tres vistosas estrellitas que
equivalen a la palabra Fin. Por consiguiente, el lector prescindirá sin
remordimientos de lo que sigue. El segundo se deja leer empezando por el
capítulo 73 y siguiendo luego en el orden que se indica al pie de cada
capítulo”. El Primer Libro se divide a su vez en dos partes: Del lado de allá y Del lado de acá.
En la primera, Horacio Oliveira, porteño en París, vive del chequecito
familiar, reparte su tiempo sexual entre dos mujeres (Pola, condenada a
un cáncer de pecho; Lucía, también llamada la Maga, uruguaya con
recuerdo y con hijo) y frecuenta un grupo más o menos internacional,
denominado el Club de las Serpientes e integrado por extáticos auditores
de jazz y sobre todo por disentidores vocacionales; esto, basta que
muere Rocamadour, el hijo de la Maga, y ésta desaparece. En la segunda,
Oliveira regresa a los brazos y al lecho de Gekrepten, Penélope
bonaerense, encuentra a su amigo Traveler casado con Talita, y se
incorpora a ese matrimonio en un curioso triángulo de vivencia y
convivencia; trabaja con ambos, primero en un circo y luego en un
manicomio, y su carrera de personaje literario culmina en un casi
suicidio. Por último, De otros lados es el título que Cortázar da
a la reunión, en deliberado caos, de noventa y nueve capítulos a los
que califica de prescindibles.
Con esta complicada estructura, Cortázar se las arregla para crear la
novela más original, y de más fascinante lectura, que haya producido
jamás la literatura argentina. Por lo pronto, Rayuela puede ser
disfrutada en varias zonas, a saber: la conformación técnica, el retrato
de personajes, el estilo provocativo, la alerta sensibilidad para las
peculiaridades del lenguaje rioplatense, la comicidad de palabras e
imágenes, la sutil estrategia de las citas ajenas. Hay una novela para
lo que Cortázar llama el lector-hembra (o sea “el tipo que no
quiere problemas sino soluciones, o falsos problemas ajenos que le
permiten sufrir cómodamente sentado en su sillón, sin comprometerse en
el drama que también debería ser el suyo”), pero también hay en Rayuela otra novela para lo que él denomina lector-cómplice,
quien “puede llegar a ser copartícipe y copadeciente de la experiencia
por la que pasa el novelista, en el mismo momento y en la misma forma”.
Después de esas opiniones de su sosías Morelli, resulta un poco
inexplicable el juicio negativo expresado por Cortázar[5] con respecto a
la literatura comprometida. La palabra reciprocidad existe. ¿No es
lógico entonces que el pueblo (suma de todos los lectores posibles)
aspire a que el autor se comprometa, para usar palabras de Cortázar, en
el drama que podría ser el suyo? ¿No es lógico también que esa suma de
lectores aspire a hallar un autor-cómplice, que sea copartícipe y copadeciente de la experiencia por la que ellos están pasando?
En cierto modo, la palabra que da título al libro (“La rayuela se
juega con una piedrecita, que hay que manejar con la punta del zapato.
Ingredientes: una acera, una piedrecita, un zapato, y un bello dibujo
con tiza, preferentemente de colores. En lo alto está el Cielo, abajo
está la Tierra, es muy difícil, llegar con la piedrecita al Cielo, casi
siempre se calcula mal y la piedra sale del dibujo”) compendia diversas
interpretaciones y sentidos. Sirve sobre todo para designar la tendencia
espiritual del protagonista, y acaso del autor, que saben, aunque algo
confusamente, a, qué cielo apuntan, pero calculan mal y se salen del
dibujo; sirve también para caracterizar la naturaleza saltarina del
segundo libro posible, según el cual el lector debe ir también empujando
su piedrecita de casilla en casilla.
Casi todos los críticos que han comentado Rayuela, al hablar de la técnica del libro se han acordado de Eyeless in Gaza (Con los esclavos en la noria)
de Aldous Huxley. No obstante, es probable que la semejanza sea sólo
externa. Huxley presentaba los diversos capítulos en un desorden
cronológico, pero se cuidaba muy bien de invitar al lector a que los
leyera siguiendo el orden estricto de las fechas. Quien, pese a todo,
haya cumplido esa tarea, habrá tenido acaso alguna decepción, ya que la
novela no pierde casi nada en una lectura normalmente concertada, y, en
consecuencia, la disposición aviesamente propuesta por Huxley, puede
parecer un desorden más bien arbitrario. Cortázar, en cambio, no propone
un desorden, sino un nuevo orden, según el cual las
primeras 404 páginas deben ser releídas con la dirigida interpolación de
otras 230. Más que la marca exterior de Huxley, me parece reconocer en Rayuela una afinidad interior con el Michel Butor de L’emploi du temps, un especialista en interferencias narrativas. Como en la novela de Butor, en Rayuela
las interferencias no siempre aclaran un episodio; a veces lo oscurecen
más, y ese oscurecimiento es, pese a todo, parte importante de su
misión.
Para quien no sea un lector-hembra (esta denominación no es, por supuesto, sinónimo de lectora, sino más bien de lector-pasivo),
los capítulos del Primer Libro tendrán, en el segundo recorrido, un
significado y una intensidad distintos. Claro que un pasaje como el que
relata la muerte de Rocamadour, el hijito de la Maga, carecerá en la
relectura del suspenso que provocara en la primera aproximación del
lector. En compensación, las sombras y las luces que el hecho origina en
el ánimo de Oliveira, adquirirán un contraste mucho más violento, casi
dramático, para el lector que ahora tiene (porque el autor se los ha
facilitado) otros naipes en la mano. Pero no son exclusivamente los
capítulos prescindibles los que enriquecen la relectura a que obligan. A
la luz del enamoramiento que en página 338 Horacio dice sentir hacia la
Maga; a la luz de las apariciones, sustitutivas de la Maga, que Horacio
imagina en un barco, en el puente de la Avenida San Martín, en la
persona de esa Talita nocturna que juega a la rayuela en el manicomio,
la Maga verdadera de los primeros capítulos cobra otra vida, otra
dimensión. No es por simple azar que la página 635, última del libro
aunque pertenezca a un capítulo prescindible que deberá ser interpolado
en la mitad del Segundo Libro, incluya este texto revelador: “En el
fondo la Maga tiene una vida personal, aunque me haya llevado tiempo
darme cuenta. En cambio yo estoy vacío, una libertad enorme para soñar y
andar por ahí, todos los juguetes rotos, ningún problema”. Es esa vida
personal la que se descubre en una segunda lectura. También al lector le
lleva tiempo darse cuenta.
Existe el riesgo de que la estructura de este libro pueda hacer creer que el recurso de los capítulos prescindibles sea
apenas una apertura del taller literario de un creador, es decir la
consciente exhibición de borradores y variantes desechados, materia
prima absorbida, personajes aludidos, etc.; sin embargo, no hay que
creer a pie juntillas cuando Cortázar habla de la prescindencia de tales
capítulos, sobre todo si se conoce su teoría del lector-cómplice, del
lector-personaje. En la página 497 dice el escritor Morelli, que en
cierto modo es el portavoz literario de Cortázar: “Por lo que me toca,
me pregunto si alguna vez conseguiré hacer sentir que el verdadero y
único personaje que me interesa es el lector, en la medida en que algo
de lo que escribo debería contribuir a mutarlo, a desplazarlo, a
extrañarlo, a enajenarlo”. Pese a toda advertencia en contrario, los
capítulos prescindibles son un recurso novelístico eficaz. Con la excusa
de completar la novela primera, Cortázar obliga al lector a efectuar
una nueva lectura con la inclusión de los capítulos prescindibles. Pero
¿qué sucede entonces? Que el lector busca, en los nuevos capítulos, con
explicable avidez, los pequeños detalles complementarios que le sirven
para redondear el retrato de cada personaje, y una vez que los encuentra
hace, conscientemente o no, los correspondientes ajustes en los
capítulos primitivos.
Pero entre la primera y la segunda lectura existe además otra
diferencia fundamental: mientras el Primer Libro que propone Cortázar es
en cierto modo una novela objetiva, el Segundo Libro, en cambio, puede
ser considerado una novela subjetiva. O sea que no hay tal
prescindencia. Si los capítulos de la última parte eran realmente
prescindibles ¿a qué incorporarlos? Evidentemente, no es por un simple
capricho que Cortázar los incluye; la inclusión significa que en
definitiva su presencia ha de contar. Se trata pues de un recurso
narrativo tan legítimo como el racconto o el monólogo interior. De algún
modo, el procedimiento me recuerda esos álbumes infantiles con figuras
para colorear: en la primera lectura de Rayuela, el lector llena
mentalmente las figuras con determinados colores, pero luego, al volver
sobre ellos, se da cuenta de que, aunque cada figura sea siempre la
misma, en realidad son otros los colores que le van bien.
En una nota extrañamente desacertada[6], Juan Carlos Ghiano sostiene que el protagonista de Rayuela
es un porteño típico, y se basa en que Cortázar da esta imagen de
Horacio Oliveira: “Era clase media, era porteño, era colegio nacional, y
esas cosas no se arreglan así nomás”. Sin embargo, el porteño típico
precisa como el pan una frivolidad típica, y es allí donde Oliveira no
encaja en la definición. El mismo Cortázar es porteño, claro, pero no es
típico; no sólo por haber nacido en Bruselas, sino también porque su
porteñismo es una esencia y no una superficie. Cortázar usa (y tal vez
eso haya desconcertado a Ghiano) todos los ingredientes que le son
brindados en bandeja por el folklore guarango, la jerga tanguera y el
ritual del mate, pero hace que le sirvan para una búsqueda de
autenticidad que es más bien atípica[7]. “Voyeur sin apetitos, amistoso,
un poco triste”, se define también Oliveira, y es seguro que el usual
porteño de la liturgia chauvinista, la gomina y el baby-beef, no
ha de sentirse representado en semejante tríptico. Sin embargo, debe
también reconocerse que Cortázar empapa de porteñismo su afanosa, y a
veces desalentada indagación. En primer término, la mayoría de sus
personajes han sido varias veces sumergidos en cultura extranjera (“Babs
se había encrespado a lo Hokusai”; “eso no se hace tú en la cabaña del
Tío Tom”; “prometiéndose espectáculos dignos de Samuel Beckett”; “un
arenque a la Kierkegaard”) y nada puede ser más porteño, o mejor más
rioplatense, que esa importada sumersión erudita. Pero también hay en
Cortázar un porteñismo invasor. En la etapa parisién de la novela, cada
miembro del heterogéneo Club de las Serpientes piensa, razona, elucubra,
de acuerdo a su respectivo estilo nacional, pero (oh sorpresa) casi
siempre habla porteñísimamente. Cuando esta novela sea traducida al
francés o al inglés, perderá seguramente este rasgo peculiar, pero por
ahora un lector uruguayo puede fácilmente detectar una deliciosa y
deliberada incongruencia que importa toda una actitud. Este escritor,
tan enterado y cuidadoso de los matices como para decir de la uruguaya
Lucía, o sea la Maga, que “se largaba a estudiar canto a París sin un
vintén en el bolsillo”, pierde aparentemente esa escrupulosidad
lingüística al hacerle decir al pintor Etienne: “sos capaz de encontrar
metafísica en una lata de tomates”, o “¿qué otra cosa busco yo en la
pintura, decime”. Descarto absolutamente que esto sea un descuido.
Cortázar es demasiado minucioso como para caer en semejante renuncio de
principiante. Creo más bien que con esa invasión coloquial, Cortázar
intenta deslizar la semiconvicción de que su oído es argentino, y, por
lo tanto, que el lenguaje del mundo se incorpora a su ser a través de
ese oído. “En París todo le era Buenos Aires y viceversa”, escribe
Cortázar acerca de Oliveira, pero la viceversa apenas si se nota. Es
algo así como un subjetivismo, no individual sino nacional; Cortázar
recibe el mundo como el Julio Cortázar que es, pero también como
argentino, como porteño no típico sino esencial.
Todo esto le sirve para usar, en su provecho narrativo, dos rasgos
porteñísimos, sólo en apariencia contradictorios: la actitud burlona y
la cursilería. Pero Cortázar, antes de usarlos, los desarbola, les
cambia el signo, la dirección. La actitud burlona se transforma en
comicidad pura (la madre de Ossip es un recuerdo que “se va con alka
seltzer”; alguien “se ha suicidado por penas de amor de Kreisler”; “vos
me escondés tus lecturas”, le reprocha Talita a su marido cuando se
entera de que éste ha estado leyendo el Liber penitentialis,
edición Maerovius Basca) pero también en implacable autocrítica. Cada
vez que un personaje se pone enfático, pedante o erudito, el autor lo
trae (o se trae) violentamente a tierra: “Die Tätigkeit, viejo. Zas,
éramos pocos y parió la abuela”; “El sueño del pan me lo puede, haber
inspirado… Inspirado, mirá qué palabra”; “esas irrupciones (.. ) se
vuelven repugnantes apenas se limitan a escindir un orden, a torpedear
una estructura. Cómo hablo, hermano”. (Agréguese a estos ejemplos todo
el capítulo 23, el del inefable concierto de piano de Berthe Trépat, que
desde el punto de vista narrativo es el pasaje más logrado del libro).
En cuanto a la cursilería, el desarbolamiento de Cortázar sirve para
transformarla en una versión muy particular de lo tierno. Hay, en este
sentido, varios episodios dignos de destacarse, pero el más claro es la
muerte de Rocamadour (páginas 167 a 205). La situación incluye todas las
posibles contraseñas del melodrama: niño que muere silenciosamente
mientras la madre, ignorante de todo, espera que llegue la hora de
administrarle una poción. Oliveira se da cuenta de que Rocamadour ha
muerto y va pasando la noticia a los otros, pero se crea el tácito
acuerdo de postergar el estallido de la Maga hasta que llegue la hora
del remedio. Entonces hablan de todo un poco: de Jung, Rip van Winkle,
el Karma, Malraux, etc., pero hay un trasfondo de ternura en ese
empecinamiento colectivo, destinado a escamotearle un ratito al destino,
a preservar una media hora adicional en la condenada e inocente
tranquilidad de la Maga.
Ahora bien, ¿qué quiere decir Cortázar, en definitiva, con una novela
tan peliagudamente construida? Deben ser posibles varias decenas de
interpretaciones. Algunas muy obvias, como por ejemplo la que se
desprende del mero hecho de que el episodio bonaerense transcurra nada
menos que en un circo y un manicomio, como si el autor quisiera dar a
entender que “Buenos Aires, capital del miedo” (página 444) o acaso el
mundo todo, vive entre la cabriola y la enajenación. A partir de esta
contranovela o contra-alegoría, que es también novela y alegoría, pueden
formularse varias teorías (¿cuándo no?) de la incomunicación, del
lector participante, del humorismo imaginista, de la otherness,
del amor bumerang, del desprecio por lo estético, etc., etc. Pero
Cortázar, como Oliveira delante del espejo, se suelta “la risa en la
cara” para luego tener fuerza de quedar indiscutidamente serio. “Mi
pesimismo puede menos que mi esperanza y eso se irá viendo”, dijo en un
reportaje, pero hasta ahora la pulseada está muy reñida. Como tantos
creadores de esta América, y acaso en mayor grado que algunos de ellos,
Cortázar se debate entre sus dudas y contradicciones. “Nunca se sintió
con más fuerza”, ha dicho, “que un escritor debe elegir una de las
imágenes del destino humano que le proponen las corrientes ideológicas, o
que debe elegir el no elegir ninguna y crear otra nueva”. En el fondo, Rayuela
viene a ser una apasionada (Cortázar tiene vigor hasta para
desanimarse) exhibición de aquellas dudas y contradicciones. El
novelista está, como puede confirmarlo su sosías Morelli, “orientado
hacia la nostalgia” y esa nostalgia apunta a su vez a un cielo (otra vez
la Rayuela) inalcanzable, a un kibutz de adopción. Pero lo extraordinario (y esto es algo que no ha sido visto por quienes han escrito sobre Rayuela) es que ese kibutz
o paraíso no significa en rigor una evasión. Cortázar, que ha confesado
reiteradamente su deuda intelectual con Borges, pero que ha aclarado:
“Si se trata de las invenciones y las intenciones de Borges, ando hace
mucho lejos de él”, se diferencia sobre todo del autor de Ficciones
en un matiz que puede ser decisivo: ambos tienen un fondo de lirismo,
pero en tanto que Borges “es radicalmente escéptico pero cree en la
belleza de todas las teorías” (son palabras de Enrique Anderson Imbert),
Cortázar es más bien esperanzado y reserva su escepticismo precisamente
para las teorías. En su agnosticismo, Borges se evade hacia la belleza,
mientras que Cortázar busca denodadamente su kibutz en los
meandros de la realidad, en los recovecos del alma humana, en las
fatigas de la conciencia. La rayuela de Cortázar tiene, de todos modos,
un cielo, mientras que las fabulaciones de Borges sólo traman y recorren
sus ruinas circulares. “La gran lección de Borges es su
rigor, no su temática”, ha dicho Cortázar; pero siendo uno y otro
escritores excepcionales, cabe anotar que mientras Borges emplea su
rigor para hacer cada vez más irrespirable la atmósfera de sus
laberintos, Cortázar en cambio lo usa para calcular y recalcular dónde
estará el pasaje o el intercesor o la salida que lleve de algún modo a
ese kibutz prolijamente entre-soñado. Cortázar, como Oliveira,
sueña con el prójimo, ese prójimo ideal y complementario que en cierto
modo es Traveler (“en el fondo Traveler era lo que él hubiera debido ser
con un poco menos de maldita imaginación, era el hombre del territorio,
el incurable error de la especie descaminada, pero cuánta hermosura en
el error y en los cinco mil años de territorio falso y precario”).
Cortázar, al igual que su personaje y a la altura de esta segunda y
notable novela, se ha topado con un secreto fundamental: “Ser actor
significaba renunciar a la platea y él parecía nacido para ser
espectador en fila uno. Lo malo, se decía Oliveira, «es que además
pretendo ser un espectador activo y ahí empieza la cosa»”. Sí,
efectivamente ahí empieza la cosa. Ahora falta saber cómo sigue.
(1965).
Mario Benedetti: Letras del continente mestizo. Montevideo: Arca, 1972 (pp. 58-76).
[1] En Revista de la Universidad de México, mayo 1963.
[2] Ver El cuento en la revolución, en la revista El escarabajo de oro, Buenos Aires, año IV, Nº 21, diciembre 1963.
[3] Ver nota 2.
[4] La falta de ese mínimo lazo con la realidad, es lo que a mi
entender hace menos valioso, dentro de la siempre estimable producción
de Cortázar, un libro como Historias de cronopios y de famas (1962). Sin embargo, aun dentro de esta obra, la parte más interesante me parece la primera, Manual de instrucciones. Es una suerte de desembozada anti-realidad, pero así como el más frenético ateísmo puede ser utilizado como ultima ratio
para demostrar la existencia de Dios, así también esa antirealidad
depende en última instancia de la fuerza y las prerrogativas de lo real.
[5] Ver nota 1.
[6] Rayuela, una ambición antinovelística, en La Nación, 20 de octubre de 1963.
[7] A este respecto puede ser ilustrativo el siguiente fragmento de
una carta de Cortázar, que fuera reproducido en el Nº 132 de la revista Señales,
de Buenos Aires: “Hace años que estoy convencido de que una de las
razones que más se oponen a una gran literatura argentina de ficción, es
el falso lenguaje literario (sea realista y aun neorrealista, sea
alambicadamente estetizante). Quiero decir que si bien no se trata de
escribir como se habla en la Argentina, es necesario encontrar un
lenguaje literario que llegue por fin a tener la misma espontaneidad, el
mismo derecho que nuestro hermoso, inteligente, rico y hasta
deslumbrante estilo oral. Pocos, creo, se van acercando a ese lenguaje
paralelo: pero ya son bastantes como para creer que, fatalmente,
desembocaremos un día en esa admirable libertad que tienen los
escritores franceses o ingleses de escribir como quien respira y sin
caer por eso en una parodia del lenguaje de la calle o de la casa”.