El faro - Eduardo Galeano
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Pero sabía. Yo iba a ser jugador de futbol, santo o pintor.
Por
patadura y por pecador tuve que renunciar, desde temprano, a la pelota
en los pies y al halo en la cabeza. Algún tiempito más me duraron las
ilusiones del pincel en la mano: un vecino de casa, Giscardo Améndola,
artista profesional, era tan bondadoso que me estimulaba a seguir
cometiendo chambonadas contra su noble oficio. Un día, Améndola me hizo
el honor de invitarme a acompañarlo. Un bar de la costa, El Malecón, que
tenía ventanales abiertos sobre la playa, le había encargado un mural.
Fuimos caminando. Améndola no llevó caja de pinturas, ni pinceles, ni
escalera, ni nada. No era así como yo me imaginaba a Miguel Angel camino
de la Capilla Sixtina, pero no hice preguntas.
Nos esperaba una
gran pared, toda pintada de negro. Améndola se plantó ante la pared y
allí se quedó, un largo rato, mirándola fijo. Cada tanto, se rascaba el
mentón. Y yo pensaba: ¿Va a pintarla, o va a hipnotizarla?
Por
fin, sacó del bolsillo una moneda de cinco reales, una gran moneda de
plata, de borde dentado, y se subió a una silla. Moneda en mano, atacó
la pared. Y el filo de la moneda hirió la pared con largas líneas
blancas, que se cruzaban sin ton ni son. Yo lo miraba hacer, callado la
boca, sin entender esa esgrima; hasta que después de unas estocadas, vi
aparecer un faro en la negrura, un poderoso faro que se alzaba entre las
rocas y daba luz al oleaje bravío.
Han pasado los años, y
todavía creo que la negra pared de aquel bar había estado esperando ese
faro, un faro nacido de una moneda, para salvar del naufragio a los
marineros de los barcos y a los borrachitos del mostrador. Era eso lo
que la noche de la pared estaba necesitando; y el artista era artista
porque había sabido escucharla.