Querido mío: Aquí estoy, en mi isla, que no es exactamente eso, ya que
no está rodeada de mar sino de vegetación, de árboles, de campo
propiamente dicho. Pero es una isla en un sentido espiritual. Aunque
tampoco es eso, ya que estoy rodeada de lejanas presencias y cercanas
ausencias, del recuerdo de otros y de las corrientes de mi propia
memoria. ¿Te parezco complicada? Puede ser. Bien sabes que de un tiempo a
esta parte sentía la necesidad de aislarme, de reencontrarme con mi
soledad perdida (Marcel Proust viejo y peludo!). Por suerte lo
entendiste y te confieso que esa comprensión aumentó mi amor (y también
mi respeto) hacia vos. Estoy convencida de que el respeto por la soledad
del ser amado es una de las menos frecuentes pero más entrañables
formas del amor, ¿no te parece?
Creo que los diez años de bienllevado matrimonio precisaban de esta
afirmación de nuestras dos identidades. Es un regalo del destino que
seamos tan distintos, algo que nos habilita a descubrirnos casi a
diario, a que cada uno celebre en su fuero interno el hallazgo del otro.
Esto de "fuero interno" siempre me ha parecido una contradicción
gastada, inadecuada e inútil. "Fuero" es tan parecido a "fuera" (ya sé
que vienen de etimologías distintas) e "interno" tan cercano a
"intimidad". Esa expresión, "fuero interno", ¿habrá querido expresar en
sus orígenes una intimidad hecha pública, volcada hacia fuera, o sea lo
contrario de lo que hoy significa?
Pero retomo el hilo de mi sabia reflexión. Seré caótica pero no tarada.
Una pregunta indiscreta: ¿cómo te sientes sin mi? ¿Rodeado, como es
habitual, de trabajo, de amigos leales y desleales, y también de mujeres
guapas y guapísimas? Dada esa circunstancia, tendría buenos motivos
para mis celos. Pero para mi condena, no soy celosa. Ah, no te
ilusiones, puedo serlo.
Tú en cambio no tienes ninguna razón para los celos, ya que aquí no
estoy rodeada de hombres guapos, sino de pinos, eucaliptus, ranas
canoras, amaneceres y crepúsculos, y, en ocasiones, de un silencio
nocturno tan compacto que a veces me despierta y hasta me desvela, tan
habituados estamos al ruído enloquecedor, cercano o lejano, de las
ciudades. Sólo en algunos insomnios me acompañan los grillos, cuya
monotonía coral me lo confirmacomo precursores del canto gregoriano. ¿No
estarás celoso de los grillos, verdad? Te aclaro que su pequeñez los
hace invisibles, así que ni siquiera sé si son guapos (como grillos,
claro). Supongo que también entre ellos habrá cánones de belleza; que
habrá grillos equivalentes a Robert Redford y otros feos como Peter
Lorre.
Lo cierto es que, dormida o despierta, he estado haciendo balance de mi
misma. No te voy a contar, por ahora, cuál es el saldo. Para hacerlo,
tengo que decírtelo en la cama, desnudo tú y desnuda yo, después de
fornicar como Dios manda, mirándote a los ojos para que esos ojos tuyos
me vayan comunicando tu respuesta o al menos tu comentario. Todavía creo
(te lo dije hace mucho, cuando ya vivíamos juntos pero no habíamos
cometido el pecado venial de casarnos) que nuestro mejor diálogo ha sido
el de las miradas. Las palabras, consciente o inconscientemente, a
menudo mienten, pero los ojos nunca dejan de ser veraces. Si alguna vez
he pretendido mentir a alguien con la mirada, los párpados se me caen,
bajan espontáneamente su cortina protectora, y ahí se quedan hasta que
yo y mis ojos recuperamos la obligación de la verdad. Con las palabras
todo es más complejo, pero aún así, si las palabras tratan de engañar,
los ojos suelen desmentir a la boca.
Retomando de nuevo el hilo conductor, te diré que la soledad es como un
tónico y también una cura de modestia. Un tónico porque, con tanto
tiempo y espacio para reflexionar, una va detectando de que sirve y qué
no sirve en los recovecos del alma propia. Y cura de modestia, porque a
la estricta soledad no tienen cabida lo halagos fallutos, ni los mimos a
la vanidad, ni siquiera (no es mi caso) el perdón de los
confesionarios.
Mi soledad está además poblada de pájaros. Siempre he sido una
analfabeta en cuanto a ornitología, de modo que jamás pude ni podré
diferenciar el canto de una calandria del de un zorzal, el monólogo de
un mirlo del de un jilguero, y en este tramo de mi vida no pienso
especializarme en ciencia pajarera, de modo que he decidido ponerles
nombres. Verbigracia: a uno de esos cantautores alados lo llamo
Fabricio; a otro, egismundo; a otro, Venancio; a otro más, Rigoberto. Lo
cierto es que cuando los llamo por los nombres de mi particular
nomenclatura, ellos me responden con una parrafada de trinos.
... Querido: retomo esta carta una semana después de la parrafada de
trinos. Ya llevo más de un mes en mi isla verde. Se me ocurre que ya he
reflexionado lo suficiente y además he empezado a extrañarte de forma
casi enfermiza.
Así como antes sentí la imperiosa necesidad de un aislamiento, ahora
tengo una añoranza terrible de tus manos, de tu boca, de tu abrazo, de
tu cuerpo en fin. Confío, compañero, que con estos conmovedores llamados
no se le vaya a llenar el tafanario (aclaro que este sinónimo de culo
lo aprendía ayer) de papelitos, eh.
Llegaré el lunes. Te aviso con tiempo suficiente como para que
desalojes de nuestra confortable cama doble a cualquier intrusa y su
cuerpo del delito. Te lo digo de broma, claro. O no. Te lo digo en
serio. A desalojar, a desalojar, con música de Viglietti. Te anticipo
que esta temporada de soledad me ha vuelto muy apetitosa. Besos y besos,
de tu Natalia.