Mario Benedetti - Poste restante
La frase de la imagen NO pertenece a Mario Benedetti. |
Durante varios años, Verónica me había
escrito una carta mensual. No diré que yo las olvidara, pero tal vez se
hubieran quedado escondidas en el tedio del pasado de no sobrevenir la
obligación de mi mudanza.
Estuve tres días vaciando roperos y armarios y de uno de éstos se
desprendió una maleta que no tenía candado y en consecuencia se abrió al
tocar el suelo. Y allí estaba el atado con las cartas que Verónica
mandaba regularmente a mi casilla de correo. Quizá yo estaba cansado con
tanta calistenia de traslado, pero al mismo tiempo me picó la
curiosidad y me vinieron ganas de releer aquellas cartas de ayer y de
anteayer. Aquí transcribo algunas:
Hola Martín: Aquí estoy en la terraza, sola, frente a la costa. No hay viento, el mar está quieto. Una confesión: la soledad ha dejado de herirme. Mejor aún: me permite revisar, casi diría descifrar, mi pasado sin gracia. En un platillo de la balanza coloco mis odios; en el otro, mis amores. Y he llegado a la conclusión de que las cicatrices enseñan; las caricias, también.
Martín: Bueno, las vacaciones se terminaron y en estos días padezco eso que los nuevos psicólogos han bautizado como el trauma posvacacional. Por suerte, sé que no me dura mucho. La avalancha de trabajo barre con todas las melancolías.
Creo que no llegaste a conocer a mi jefe actual. Buena persona, pero más braguetero que Juan Tenorio. Las subordinadas tienen que andar con todas las alarmas encendidas, porque al menor descuido les toca el culo. Hay que reconocer que nunca va más allá de un acoso tan discreto. Al parecer, le alcanza con dejar esa constancia ambiental, algo que entre otras cosas le sirve al personal masculino para burlarse de las muchachas.
En mi caso particular, y en vista de que he alcanzado los cuarenta, mis nalgas ya están fuera de campeonato. Curiosamente, tal abandono me produce una doble sensación: una, por supuesto, de alivio, y otra, de cierta frustración, como si de pronto me hubieran jubilado del escrúpulo erótico y la lujuria abstracta. ¿Tú qué opinas? ¿También te jubilaste?
Hola Martín: El invierno siempre tuvo para mí un lado cavernoso, fantasmal, como si los vientos helados trajeran consigo las malas noticias y las lluvias implacables nos hicieran olvidar cómo era el sol. Abrigos no me faltan, pero debajo del sobretodo, la zamarra o los ponchos, sé que mi piel tirita y que un cierto destemple se me instala en el alma.
Este invierno, sin embargo, me llegó con otro ritmo. ¿Te acordás de Eusebio? ¿Aquel alto, de pelo revuelto, más bien parco, lector empedernido, que se complacía en rectificar al profesor de Historia? Bueno, me caso con él. La historia es más sencilla de lo que te imaginas, casi te diría que más sencilla de lo que yo misma podía haberla imaginado.
Una mañana se apareció en la oficina, no precisamente para hablar conmigo (ni siquiera sabía que yo trabajaba allí) sino con mi jefe querendón, pero como éste asistía a una reunión del Directorio que le iba a llevar varias horas, Eusebio me sugirió que nos fuéramos a almorzar, y de paso celebrar nuestro reencuentro.
Íbamos por la mitad del almuerzo cuando por fin nuestras miradas se encontraron. Y de pronto estuvo todo dicho. Tuvo la delicadeza de no llevarme a un hotel sino a su departamento de soltero. A mí, otra soltera. Aquí va la invitación. Ya sé que no podrás venir. El próximo viernes nos vamos a Río. No está mal, ¿verdad?
Hola Martín: Sólo para avisarte que no habrá más cartas. Gracias por los años y el vacío de tus silencios. Si alguna vez me hubieras contestado, te habría mandado un fax con dos o tres hurras. Pero no me contestaste. Paciencia. No sé si esto se acaba o si me acabo yo. Como avisan en el casino: No va más. Bien sabes que soy atea y que este mutis no servirá para evangelizarme.
Hola Martín: Aquí estoy en la terraza, sola, frente a la costa. No hay viento, el mar está quieto. Una confesión: la soledad ha dejado de herirme. Mejor aún: me permite revisar, casi diría descifrar, mi pasado sin gracia. En un platillo de la balanza coloco mis odios; en el otro, mis amores. Y he llegado a la conclusión de que las cicatrices enseñan; las caricias, también.
Ya hace dos meses que se fueron mi madre y mi hermana. Me gustó tenerlas
conmigo, pero también sentí cierto alivio cuando me dijeron hasta
pronto. Con mi hermana me llevo bastante bien. Pensamos diferente en
muchos tópicos (ideología, política, cultura, y hasta deportes) pero por
lo general evitamos los temas conflictivos. Lo esencial es el afecto y
éste permanece. Mi madre, en cambio, es muy tozuda, y eso dificulta la
relación, ya que es incómodo ser sincera con ella. Cuando puedas y
quieras, ponme unas líneas.
Martín: Bueno, las vacaciones se terminaron y en estos días padezco eso que los nuevos psicólogos han bautizado como el trauma posvacacional. Por suerte, sé que no me dura mucho. La avalancha de trabajo barre con todas las melancolías.
Creo que no llegaste a conocer a mi jefe actual. Buena persona, pero más braguetero que Juan Tenorio. Las subordinadas tienen que andar con todas las alarmas encendidas, porque al menor descuido les toca el culo. Hay que reconocer que nunca va más allá de un acoso tan discreto. Al parecer, le alcanza con dejar esa constancia ambiental, algo que entre otras cosas le sirve al personal masculino para burlarse de las muchachas.
En mi caso particular, y en vista de que he alcanzado los cuarenta, mis nalgas ya están fuera de campeonato. Curiosamente, tal abandono me produce una doble sensación: una, por supuesto, de alivio, y otra, de cierta frustración, como si de pronto me hubieran jubilado del escrúpulo erótico y la lujuria abstracta. ¿Tú qué opinas? ¿También te jubilaste?
Hola Martín: El invierno siempre tuvo para mí un lado cavernoso, fantasmal, como si los vientos helados trajeran consigo las malas noticias y las lluvias implacables nos hicieran olvidar cómo era el sol. Abrigos no me faltan, pero debajo del sobretodo, la zamarra o los ponchos, sé que mi piel tirita y que un cierto destemple se me instala en el alma.
Este invierno, sin embargo, me llegó con otro ritmo. ¿Te acordás de Eusebio? ¿Aquel alto, de pelo revuelto, más bien parco, lector empedernido, que se complacía en rectificar al profesor de Historia? Bueno, me caso con él. La historia es más sencilla de lo que te imaginas, casi te diría que más sencilla de lo que yo misma podía haberla imaginado.
Una mañana se apareció en la oficina, no precisamente para hablar conmigo (ni siquiera sabía que yo trabajaba allí) sino con mi jefe querendón, pero como éste asistía a una reunión del Directorio que le iba a llevar varias horas, Eusebio me sugirió que nos fuéramos a almorzar, y de paso celebrar nuestro reencuentro.
Íbamos por la mitad del almuerzo cuando por fin nuestras miradas se encontraron. Y de pronto estuvo todo dicho. Tuvo la delicadeza de no llevarme a un hotel sino a su departamento de soltero. A mí, otra soltera. Aquí va la invitación. Ya sé que no podrás venir. El próximo viernes nos vamos a Río. No está mal, ¿verdad?
Martín: La última vez que te escribí (¿cuánto hace?, ¿dos años?) estaba
dando el último toque a mi soltería. Ahora te escribo desde mi viudez
recién inaugurada. Eusebio murió en un accidente carretero. Por favor,
no me envíes ningún pésame. No corresponde. Iba con otra. La hija del
gerente, su último amor, que también murió. Las dos noticias me llegaron
juntas. Bah.
Hola Martín: Sólo para avisarte que no habrá más cartas. Gracias por los años y el vacío de tus silencios. Si alguna vez me hubieras contestado, te habría mandado un fax con dos o tres hurras. Pero no me contestaste. Paciencia. No sé si esto se acaba o si me acabo yo. Como avisan en el casino: No va más. Bien sabes que soy atea y que este mutis no servirá para evangelizarme.