Serrat habla de Galeano
Esta frase pertenece al relato "La noche" de Eduardo Galeano. |
“Recordar: del latín recordis, volver a pasar por el corazón”. Así, con
esta definición, abre Eduardo Galeano El libro de los abrazos, para mí,
la más entrañable de sus obras, pues fue a partir de algunos de los
textos de este libro que colaboramos por primera y única vez en un par
de canciones. La mala racha y Secreta mujer. Las historias, imágenes y
abrazos que discurren por sus páginas pasaron muchas veces por mi
corazón, de modo que no es extraño que, en este pequeño ejercicio de
memoria alrededor del amigo, los recuerdos en desorden acudan a la cita
y, hablando de él, sin querer esté también hablando de mí.
La última vez que nos vimos fue a finales de febrero, apenas mes y medio
antes de su muerte, la tarde que, como cada vez que llegaba a
Montevideo, fui a visitarle a su casa de la calle Dalmiro Costa.
Parado frente a la verja, mientras esperaba que me abrieran, se me vino a
la cabeza la imagen del Morgan saliendo a mi encuentro, meneando su
larga y lanuda cola, precediendo a su propietario y compañero. El
Morgan, aquel setter hermoso y dulce con el que Helena y Eduardo
paseaban los atardeceres de las playas de Malvin y al que, como un mal
presagio, también consumió el dragón del mal.
Apenas se cruza la verja de la casa que envuelve un pequeño y frondoso
jardín, un ginkgo biloba, el árbol mágico de los chinos, portador de
esperanza, da la bienvenida a las visitas con su delicadeza oriental. En
el interior, las paredes forradas de retales de los lugares y las
gentes con las que –junto con Helena– compartió su vida nos hablan del
camino recorrido. Allí conviven textiles de Guatemala y de Colombia con
exvotos mexicanos y cuadros naif; este comprado en las calles de
Haití... aquel, en Recife.
Una foto de Odulio Varela se asoma junto a un cuadro del negro
Casablanca, aquel amigo borrachín y filósofo del que tantas historias
contaba Galeano, y que amaba los puertos a los que uno llega y maldecía
aquellos de los que uno parte.
No encontraréis colgados ninguno de los cientos de laureles con los que
el mundo cultural lo distinguió a lo largo de su existencia. Su propia
vida es la que adorna las paredes de la casa que ahora alguien sugiere
convertir en museo.
Por mi parte, irremediablemente, voy a preservarla, aunque no como un
almacén detenido en una época que será cada día más lejanas, sino como
lo que siempre fue: un lugar vivo donde los amigos se juntan a charlar, a
beber vino y a cantar canciones; donde, suspendido en el tiempo, nos
llega desde la cocina un delicioso perfume de empanadas recién fritas y
en el que, cuando la risa escampa, se reanuda la inacabable discusión
acerca de las virtudes del Tannat local –méritos que sin duda crecen con
el paso de las cosechas– mientras falazmente la parroquia se ocupa de
darle salida a un magnífico Malbec, dejando para un futuro imperfecto la
ingesta del Harrigue mejorado.
Galeano amaba reír. Practicaba la risa como una defensa contra las miserias cotidianas.
–¿Cuánto te paga? –le preguntó con malicia a Sabina, interesándose por
el reparto de honorarios que teníamos en el espectáculo Dos pájaros de
un tiro, que compartimos.
–El 50 por ciento.
–Te roba.
A su lado, reírse era de obligado cumplimiento. Reírse de lo propio y de lo ajeno, en las buenas y en las malas.
También amaba el futbol. Lo amaba como a sí mismo. Como a la vida. Quiso
ser futbolista, como todos los uruguayos, pero la evidencia lo marginó a
la tribuna desde donde corría la banda con Luis Cubilla, atajaba con
Manga y remataba los goles de Artime.
Desde que la televisión nos trajo el Mundial de futbol a domicilio,
Galeano permanecía el mes entero que aproximadamente dura el
acontecimiento, encerrado en la casa sin perderse un solo juego. Más que
mirar los partidos, los vigilaba.
Eran unos días sagrados en los que todos sabíamos dónde estaba, pero en
los que sí se quería dar con él había que esperar las pausas entre
partido y partido. En horario balompédico no atendía.
Galeano vivió esta pasión a salvo de la involuntaria desviación de los
hechos, la atrofia de la realidad y el eclipse total de la razón que se
produce por lo general en el hincha cuando de su equipo se trata. Su
visión del futbol era objetiva y lúcida, y su versión de la jugada,
exacta y, por lo general, divertida. Como él mismo se definió, era un
mendigo del buen futbol que, sombrero en mano, suplicaba por los
estadios del mundo:Una linda jugadita por amor de Dios.
Daba igual cuáles fuesen los colores responsables. Mejor si eran los
suyos, pero también era capaz de aplaudir los méritos ajenos y, como en
todos los aspectos de la vida, se posicionaba con el débil; con el
arquero diez veces vencido, con el ídolo caído, incluso con el árbitro,
arbitrario por definición y coartada de todos los errores (sic).
Nos conocimos, mejor dicho, nos vimos por primera vez en la sección de
discos de unos grandes almacenes de Barcelona, a principios de los 80,
cuando aún estaba exiliado en Pineda de Mar, un pueblo del litoral
catalán. Yo acababa de leer Las venas abiertas de América Latina y el
encuentro con el autor me dejó en shock temporal.
Con el tiempo nos fuimos conociendo y, al cabo, la vida me regaló su amistad y su confianza.
Al regreso de los exilios, en cada uno de mis viajes por las tierras
donde el Río de la Plata se vuelve salado, me acercaba a su casa y/o nos
juntábamos para cenar. Siempre a cenar. Galeano no almorzaba o si lo
hacía era muy frugalmente.
La cena siempre fue una excusa para prolongar la conversación, aunque
más que hablar con él, le escuchaba. Era encantador y coqueto en
especial con las mujeres que, entregadas, le devolvían las lindezas.
Ocurrente y gracioso, tenía un gran talento para inventar historias, una
memoria privilegiada para recordarlas y mucha gracia para contarlas. Le
he escuchado la misma historia varias veces y siempre ha conseguido
divertirme por más que el cuento, como nosotros, fuese cambiando y
envejeciendo por el paso de los años.
Aquí o allá. En Montevideo o en Buenos Aires, en Barcelona o en Madrid,
en México o en Roma. Dondequiera que nos supiéramos, nos buscábamos
hasta dar con nuestros huesos en nuestras risas.
Galeano vivió en primera línea los tiempos difíciles que le tocaron en
suerte, ejerciendo el peligroso oficio de periodista; tomando partido,
prestando la voz a los que se le habían arrebatado, compartiendo los
sueños y las frustraciones de una doliente América Latina a la que no
dejan de sangrarle las venas abiertas.
No pidió para sí lo que no quiso para los demás, ni exigió a nadie nada que no se exigiera a sí mismo.
Fue un tipo consecuente y lúcido. Su obra y su vida son un referente. En
sus palabras y sus actitudes encontró el dolor consuelo, las dudas
serenidad y el camino luz.
En cierta ocasión, Galeano dijo, retrucando al común amigo Roberto
Fontanarrosa, que el delantero de futbol y el oso panda son especies en
extinción. Lo mismo puede decirse de él. De ambos.
*Prólogo del libro "Eduardo Galeano, un ilegal en el paraíso". Editado por Roberto López Belloso.
Tomado en su totalidad de La Jornada