Clarice Lispector - Vida natural
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Pues en el río había algo como el fuego del hogar. Y cuando ella
advirtió que, además del frío, llovía en los árboles, no podía creer
que tanto le fuese dado. Y el acuerdo del mundo con aquello que ella ni
siquiera sabía que precisaba como el pan. Llovía, llovía. El fuego
encendido guiñaba hacia ella y hacia él. Él, el hombre, se ocupaba de
aquello que ella ni siquiera agradecía; él atizaba el fuego, lo cual era
su deber de nacimiento. Y ella, que siempre estaba inquieta, haciendo
cosas y experimentando, curiosa, ella no se acordaba de atizar el fuego:
no era su papel, pues tenía a su hombre para eso. No siendo doncella,
el hombre tenía que cumplir su misión. Lo más que ella hacía era
instigarlo, a veces: «Aquel leño —decía—, aquél todavía no encendió». Y
él, un instante antes de que ella acabara la frase que lo advertía, él
ya había notado el leño, era su hombre, ya estaba atizando el leño. No
le daba órdenes, porque era la mujer de un hombre que perdería su
estado, si ella le daba órdenes. La otra mano de él, libre, está al
alcance de ella. Ella lo sabe, y no la coge. Quiere la mano de él, sabe
que la quiere, y no la coge. Tiene exactamente lo que necesita: poder
tener.
Ah, y decir que esto va a acabar, que por sí mismo no puede durar. No,
ella no se está refiriendo al fuego, se refiere a lo que siente. Lo que
siente nunca dura, lo que siente siempre acaba, y puede no volver nunca.
Se encarniza entonces sobre el momento, se traga el fuego, y el fuego
dulce arde, arde, flamea. Entonces, ella, que sabe que todo va a acabar,
coge la mano libre del hombre, y la enlaza con la suya, ella dulce
arde, arde, flamea.