Martes 3 de setiembre - Mario Benedetti


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a Mario Benedetti.


 
Por primera vez, Avellaneda me habló de su antiguo novio. Se llama Enrique Ávalos y trabaja en el Municipio. El noviazgo sólo duró un año. Exactamente, desde abril del año pasado hasta abril de este año. "Es un buen tipo. Todavía le tengo estima, pero..." Me doy cuenta de que siempre temí esta explicación, pero también me doy cuenta de que mi mayor temor era que no llegara. Si ella se atrevía a mencionarlo, era porque el tema ya no importaba tanto. De cualquier modo, todos mis sentidos estuvieron pendientes de ese Pero, que me sonaba a música celestial. Porque el novio había tenido sus ventajas (su edad, su aspecto, el mero hecho de llegar primero) y quizá no las había sabido aprovechar. A partir de ese Pero empezaban las mías y yo sí estaba dispuesto a aprovecharlas, es decir, a socavarle el terreno al pobre Enrique Ávalos. La experiencia me ha enseñado que uno de los métodos más eficaces para derrotar a un rival en el vacilante corazón de una mujer, es elogiar sin restricciones a ese mismo rival, es volverse tan comprensivo, tan noble y tolerante, que uno mismo se sienta conmovido. "De veras, todavía le tengo estima pero estoy segura de que no hubiera podido ser ni medianamente feliz con él." "Bueno, ¿por qué estás tan segura? ¿No decís que es un buen tipo?" "Claro que es. Pero no alcanza. Ni siquiera puedo achacarle que él sea muy frívolo y yo muy profunda, porque ni yo soy tan profunda como para que me moleste una buena dosis de frivolidad, ni él es tan frívolo como para que no llegue a conmoverlo un sentimiento verdaderamente hondo. Las dificultades eran de otro orden. Creo que el obstáculo más insalvable era que no nos sentíamos capaces de comunicarnos. Él me exasperaba; yo lo exasperaba. Posiblemente me quisiera, vaya uno a saberlo, pero lo cierto es que tenía una habilidad especial para herirme." Qué estupendo. Yo tenía que hacer un gran esfuerzo para que la satisfacción no me inflara los carrillos, para poner la cara preocupada de alguien que en verdad lamentara que todo aquello hubiera acabado en una frustración. Hasta tuve fuerzas para abogar por mi enemigo: "¿Y vos pensaste si no tendrías también tu poco de culpa? A lo mejor, él te hería simplemente porque vos estabas siempre esperando que él te hiriese. Vivir eternamente a la defensiva no es, con toda seguridad, el método más eficaz para mejorar la convivencia." Entonces ella sonrió y sólo dijo: "Contigo no tengo necesidad de vivir a la defensiva. Me siento feliz". Eso ya era superior a mis fuerzas de contención y disimulo. La satisfacción se derramó por todos mis poros, mi sonrisa llegó de oreja a oreja, y ya no me importó dedicarme a arruinar para siempre los prestigios aún sobrevivientes del pobre Enrique, un maravilloso derrotado.


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