Subcomandante Marcos - Carta a la Magdalena
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Te vi de madrugada. Escondida o encerrada estabas en una torre de
calendarios y geografías absurdas que me decían que no era bienvenido.
Pero, apenas un momento, y te asomaste entera, hermosa y desnuda de
prejuicios, luchando a favor de este nadie que soy y rescatándome de una
noche ajena. Yo me quedé temblando, aún lo estoy. Deslumbrado todavía,
en los pasos que siguieron y dimos juntos, lo que antes entró por la
mirada, suavemente se llegó a mi pecho por camino desconocido.
Te vi, y yo pensé que eso me bastaría, que tu imagen sería suficiente para tomar fuerza y alejarme para que, cuando el tiempo pidiera cuentas, el saldo fuera apenas un recuerdo de la tormenta que por cabellos llevas, el collar de besos que imaginé para tu cuello. Pero no, no fue suficiente. Necesito colgarte cien suspiros al oído y recorrer tu geografía con mis labios. Y necesito que mis manos se dibujen en tu cintura y tus caderas, que mi sed encuentre alivio entre tus piernas, que renazcan mis dedos sobre tus senos, que tu boca me diga lo que no me dirán tus palabras, que mi piel más sombra sea en la luz de la tuya.
Ya nada basta. No basta con que sueñe que te tomo por la cintura, que te acerco a mí y que a tu cuello llega mi aliento, que dudan mis manos entre uno y otro pecho, que me restriego a tus caderas y que tu humedad me guía. No basta con pensar que tu tormenta me estalla en la cara, ni que me piense y te piense conmigo dentro, con el deseo montado en piernas y caderas, corriendo a ninguna parte, atento al gesto que en gemidos dibujas. No basta imaginar que me tienes, que me enseñas a encontrarte, que me haces hacerte, que te dibujas entre mis brazos, que tiemblas y me tiemblas. No basta que reconstruya en la mente lo que tal vez no pasará nunca: el quitarte la ropa y los miedos, el desnudarte las ganas, el abrirte por el vértice sombreado, todo deseo, todo misterio, el entrarte hasta el sitio que anule por fin toda razón y que sólo la carne mande. No basta que trate de distraerme detrás de las palabras que arrojas, fallidas puertas de salida, ventanas que no invitan a asomarse siquiera, paredes cerradas.
He tratado de tomar distancia, de hacer complicadas cuentas de días,
kilómetros, horas, calles frías, laberintos, olvidos. Consulté mapas que
confirman que el tuyo es otro mundo. Ha sido inútil. Esta mañana, por
ejemplo, me he hecho el firme propósito de tomar distancia, anteponer un
montón de razones para irme ya alejando y decir adiós sin palabras, que
siempre es el adiós más difícil, el más artero. Pero apenas te he visto
y he olvidado hasta la hora. Bastó que desde lo lejos intuyera una
tormenta, para que botara propósitos y razones, para que el corazón y
las ganas se desbocaran, y para que un cuello suspirado me robara todo
el aliento.
Magdalena, yo sólo quería decirte que me gustas y que quería acercarme a ti. Pero acercarme como un hombre se acerca a una mujer que le gusta. Algo así como tomarte de la cintura y acercar tus pechos al mío, acercarme a tu cuello, decirte algo tierno y dulce al oído, mordisquear las manzanas de tus mejillas y llegar a tus labios con un beso, imaginarte un jadeo si mis manos te rehicieran los senos, intuirte un sueño si mi abrazo te tomara prisionera la cintura, soñarte soñando conmigo dentro y dentro mío. ¿Hago mal en desearte, en que mi piel quiera tocarse en la tuya, en buscarte para encontrarte como se encuentran un hombre y una mujer que se gustan, es decir, desnudos y sedientos? ¿Hago mal en decirlo o en hablarlo con silencios?
Yo lo que quiero es encontrarte para invitarte a perderte conmigo,
Magdalena, que la piel le hable a la piel el deseo que callan las
palabras y que el silencio habla… Espero entonces, tu silencio y tu
palabra.
Vale. Salud y que en la tormenta de la noche los cuerpos sean la barca.
Elías Contreras.
Fin de la carta para la Magdalena que Elías, afortunadamente, nunca entregó.