Mario Benedetti - Martes 7 de mayo
La frase de la foto NO pertenece a Mario Benedetti. |
Hay dos procedimientos para abordar a
Avellaneda: a) la franqueza, decirle aproximadamente: «Usted me gusta,
vamos a ver qué pasa»; b) la fallutería, decirle aproximadamente: «Mire,
muchacha, que yo tengo mi experiencia, puedo ser padre, escuche mis
consejos». Aunque parezca increíble, quizá me convenga el segundo. Con
el primero arriesgo mucho y además todo está aún demasiado inmaduro. Yo
creo que hasta ahora ella ve en mí a un jefe más o menos amable y nada
más. Sin embargo, no es tan jovencita. Veinticuatro años no son catorce.
En una de ésas es de las que prefieren los tipos maduros. Pero el novio
era un pendejo, sin embargo. Bueno, así fue con él. A lo mejor, ahora,
por reacción, se va hacia el otro extremo. Y en el otro extremo puedo
estar yo, señor maduro, experimentado, canoso, reposado, cuarenta y
nueve años, sin mayores achaques, sueldo bueno. A los tres hijos no los
pongo en mi ficha; no ayudan. De todos modos, ella sabe que los tengo.
Ahora bien (y para decirlo en términos de comadre de barrio), ¿cuáles
son mis intenciones? La verdad es que no me decido a pensar en algo
permanente, del tipo «hasta que la muerte nos separe» (escribí Muerte y
ya apareció Isabel, pero Isabel era otra cosa, creo que en Avellaneda me
importa menos el lado sexual, o será tal vez que lo sexual importa
menos a los cuarenta y nueve años que a los veintiocho), pero tampoco me
decido a quedarme sin Avellaneda. Lo ideal, ya lo sé, sería tener a
Avellaneda sin obligación de la permanencia. Pero ya es mucho pedir. Se
puede intentar, sin embargo.
Antes de que le hable, no puedo saber nada. Todos son cuentos que me
hago. Es cierto que, a esta altura, estoy un poco aburrido de las citas a
oscuras, de los encuentros en amuebladas. Hay siempre una atmósfera
enrarecida y una sensación de inmediatez, de cosa urgente, que pervierte
cualquier clase de diálogo que yo sostenga con cualquier clase de
mujer. Hasta el momento de acostarme con ella; después de hecho el amor,
lo importante es irnos, volver cada uno a su cama particular,
ignorarnos para siempre. En tantos y tantos años de este juego, no
recuerdo ni una sola conversación reconfortante, ni una sola frase
conmovedora (mía o ajena), de esas que están destinadas a reaparecer
después, quién sabe en qué instante confuso, para terminar con alguna
vacilación, para decidirnos a tomar una actitud que requiera una dosis
mínima de coraje. Bueno, esto no es totalmente cierto. En una amueblada
de la calle Rivera, debe hacer unos seis o siete años, una mujer me dijo
esta frase famosa: «Vos hacés el amor con cara de empleado».