Eduardo Galeano - «Ando errante y desnudo...»
—En lugar de pensar en medos, en persas, en egipcios, pensemos en
los indios. Más cuenta nos tiene entender a un indio que a Ovidio.
Emprenda su escuela con indios, señor rector.
Simón Rodríguez
ofrece sus consejos al colegio del pueblo de Latacunga, en Ecuador: que
una cátedra de lengua quechua sustituya a la de latín y que se enseñe
física en lugar de teología. Que el colegio levante una fábrica de loza y
otra de vidrio. Que se implanten maestranzas de albañilería,
carpintería y herrería.
Por las costas del Pacífico y las montañas de los Andes, de pueblo en
pueblo, peregrina don Simón. Él nunca quiso ser árbol, sino viento.
Lleva un cuarto de siglo levantando polvo por los caminos de América.
Desde que Sucre lo echó de Chuquisaca, ha fundado muchas escuelas y
fábricas de velas y ha publicado un par de libros que nadie leyó. Con
sus propias manos compuso los libros, letra a letra, porque no hay
tipógrafo que pueda con tantas llaves y cuadros sinópticos. Este viejo
vagabundo, calvo y feo y barrigón, curtido por los soles, lleva a
cuestas un baúl lleno de manuscritos condenados por la absoluta falta de
dinero y de lectores. Ropa no carga. No tiene más que la puesta.
Bolívar le decía mi maestro, mi Sócrates. Le decía: Usted ha moldeado mi corazón para lo grande y lo hermoso.
La gente aprieta los dientes, por no reírse, cuando el loco Rodríguez
lanza sus peroratas sobre el trágico destino de estas tierras
hispanoamericanas:
—¡Estamos ciegos! ¡Ciegos!
Casi nadie lo escucha, nadie le cree. Lo tienen por judío, porque va
regando hijos por donde pasa y no los bautiza con nombres de santos,
sino que los llama Choclo, Zapallo, Zanahoria y otras herejías. Ha
cambiado tres veces de apellido y dice que nació en Caracas, pero
también dice que nació en Filadelfia y en Sanlúcar de Barrameda. Se
rumorea que una de sus escuelas, la de Concepción, en Chile, fue
arrasada por un terremoto que Dios envió cuando supo que don Simón
enseñaba anatomía paseándose en cueros ante los alumnos.
Cada día está más solo don Simón. El más audaz, el más querible de los
pensadores de América, cada día más solo. A los ochenta años, escribe:
—Yo quise hacer de la tierra un paraíso para todos. La hice un infierno para mí.