Mario Benedetti - Pequebú
Los mejores poemas, cuentos y frases de Mario Benedetti. |
Le parecía a veces que sus propios gritos salían de otra garganta, y
sólo entonces lograba situarse más allá del dolor estéril, feroz. Aunque
su cuerpo se encogiera y se estirase (como un bandoneón de cambalache,
llegó a pensar), él casi podía sentirlo como una cosa ajena. A
diferencia de otros que dijeron no sé, y no hablaron, y sobre todo a
diferencia de aquellos pocos que dijeron no sé y sin embargo hablaron,
él había preferido inaugurar una nueva categoría: los que decían sí sé,
pero no hablaban. Ahora que aparentemente el tipo deja la máquina, y la máquina
deja a su cuerpo, sabe que sin embargo falta aún la patada en los
huevos. Es un ritual. Y la patada viene. Todavía no ha llegado a
desprenderse tanto de su pobre cuerpo como para no sentir la patada
ritual. En ese instante no siente sus testículos como algo ajeno sino
como algo irremediablemente suyo. No tiene más remedio que doblarse. «Así que Pequebú ¿eh?», suelta el tipo con una risa que es también bostezo. De modo que hasta eso saben.
Pequebú. El mote había nacido aquella noche, en el boliche del
gallego Soler, cuando Eladio vio que traía dos libros y le preguntó qué
estaba leyendo. El mozo había puesto encima la bandejita con tostadas,
así que él se limitó a apartar la bandeja para que el otro viera los
autores: Hesse y Machado. «Así que Pequebú ¿eh? Como alias, no está mal»,
volvió a festejar el tipo, tal vez haciendo alguna mueca para sus
silenciosos compinches, y él empezó lentamente a desenroscarse, porque
sabía que ahora venía la tregua. «No sé cómo estarás vos,
pendejo, pero yo estoy fané. Así que vamos a descansar una horita y
después reiniciamos el trabajo ¿qué te parece?» Esperó que
sonara el portazo y que se alejaran los pasos de los cinco. Sólo
entonces se estiró en el piso mugriento, donde el olor a sangre, propia y
ajena, se mezclaba con el tufo a sudor y vómitos de la capucha. «Lecturas pequeñoburguesas»,
había sentenciado Raúl, y él se había encogido de hombros. Sí, pero le
gustaban. Eladio había echado la ceniza en la taza, usando la cucharita
para aplastarla contra la agotada bolsita de té. Después había sonreído,
sobrador. «Lo que pasa es que vos, Raúl, aún no te has percatado
de que Vicente no sólo se dedica a lecturas pequeñoburguesas, sino que
él mismo es un pequeñoburgués». «Pequebú», dijo
Raúl, y todos rieron. A partir de esa noche, la barra entera lo llamó
así. Sólo algunas de las muchachas, con esa manía tan femenina por las
abreviaturas, lo llamaban Peque. Cursaban Preparatorios de Derecho, pero
él era el único que, además, escribía. No sólo poemas, como cualquier
neófito; también escribía cuentos. Hablaba poco, pero disfrutaba
escuchando. Ahora que el dolor parece ceder un milímetro, puede recordar
cómo disfrutaba escuchando. Y mientras escuchaba hacía cálculos,
retratos, pronósticos y diagnósticos, sobre los que hablaban. Era tan
tímido que nunca mostraba a nadie lo que escribía. Tenían poco menos que
arrancarle los originales, y entonces alguien (generalmente, una de las
muchachas) los leía en voz alta. Después venía la sesión crítica. «Pequebú, te pasaste. Te solazás demasiado en las cosas lindas». Él preguntaba si lo decían por las mujeres. Las muchachas aplaudían. «No, eso está bien. Son las únicas cosas lindas que, además, son indispensables». Faluto. Demagogo. «Digo
por las cosas nomás, por los objetos. En tus cuentos, cuando se
describe un cuadro, un sillón o un armario, aunque vos no les hagas
propaganda con adjetivos, igual uno se da cuenta de que son cosas lindas». «¿Y qué querés? A mí me gustan las cosas lindas, ¿a vos no?» Ésta sí que fue puntada, carajo. ¿Cuánto más aguantará, no ya sin hablar (él sabe que no va a hablar) sino sin morirse? «Ése
no es el problema: me gustan o no me gustan, todo eso es subjetivismo.
Lo cierto es que en el mundo también hay cosas feas, ¿o no?» Él le había preguntado si le gustaban esas cosas feas. «No es ése el asunto, te lo repito. El problema es que existen y vos las ignorás». ¿Quién le había dicho que las ignoraba? Estaban también, pero ellos no se fijaban. Sólo les chocaban las cosas lindas. «Pequebú, vos tenés unas lagunas ideológicas que son casi océanos».
Puede ser, reconocía, pero de paso les pedía que se fijaran: las
lagunas por lo general están quietas, y los océanos se mueven y cómo. A
lo sumo durará dos sesiones de máquina. El derecho es como si no
existiera. Pero el izquierdo, puta cómo duele. Cuando se creó la
agrupación, él quiso participar, pero no hubo caso. «Nosotros te queremos, viejo, pero en estas épocas el cariño no es una prioridad, ¿sabés?» Eladio fue el primero en advertir que el argumento no era suficiente. «Mirá, Pequebú, con vos quiero ser franco. La militancia viene brava, ¿tamo?» Y él no estaba claro, ¿era eso? «Puede
ser que me equivoque, no soy infalible. Pero tenés muchos resabios: en
tus gustos, en tus costumbres, en tus lecturas, hasta en lo que escribís». ¿Porque escribía sobre cosas lindas? «No sólo por eso. Por ejemplo, en tus cuentos nunca hay obreros». Era cierto, no había. «Y eso está mal. Si vos supieras que la clase trabajadora...» Lo sabía, lo sabía. «¿Y entonces?» Él trataba de hacerles comprender que en sus cuentos no había obreros, sencillamente porque los respetaba. Y algo más: «Vos sabés que yo vengo de una familia de clase media, ¿no?» «Bastante que se nota». «Nunca
he frecuentado los medios obreros. Varias veces he tratado de poner
laburantes en mis cuentos. Y no me sale. Después releo el fragmento y me
suena a falso. Todavía no logré la clave para hacerlos hablar,
¿comprendés? No incluyo obreros para que no suenen a hueco. Porque yo sé
que cuando hablan, y menos aún cuando actúan, los laburantes no son
nada huecos». Aquí el otro le ponía como ejemplo los cuentos de Rossi, que ya tenía dos libros publicados. «Él también es clase media, y sin embargo escribe sobre obreros». ¿Realmente le gustaban los cuentos de Rossi? «Eso es otro asunto. Vos todo lo subjetivizás: ¿te gustan? ¿no te gustan? También esa pregunta es pequeñoburguesa». Tenía razón: por lo menos era subjetiva, vas ganando uno a cero. Pero ¿le gustaban o no? «Y dale con la mocha. Yo no entiendo de literatura». Claro que no, pero ¿le gustaban? Por fin la confesión: «Me aburren un poco. Pero, claro, yo no entiendo».
Le aburrían, no porque no entendiera sino porque le sonaban a hueco;
porque esos personajes no eran laburantes sino esquemas. Esquemones, más
bien. El dolor en cambio no era un esquema, sino una realidad sin
escapatoria. ¿Sería también una actitud pequeñoburguesa sentir este
dolor de mierda? Eso sí, tenía que hacerse una autocrítica: haber dicho
que sabía. ¿Para qué? Total, ni él mismo tenía conciencia cabal de si
era mucho o importante lo que ahora ocultaba, lo que empecinadamente se
negaba a decir.
¿Habrá dicho que sabía, nada más que para probarse a sí mismo, para
confirmar que podía aguantar hasta el fin sin delatar a nadie? Allá no
lo habían aceptado. Por sus lagunas, claro. Además, la agrupación no
admitía el ingreso de la pequeña burguesía. Él igual había seguido
concurriendo a la mesa del café. Un poco se burlaban de él, y otro poco
lo respetaban. Sobre todo respetaban su falta de rencor. E incluso una
vez que habían llegado demasiado temprano y estaban los dos solos en la
mesa, Martita, una de las pibas más lindas de la barra, le preguntó con
cara de culpable de qué trataban esos libros que él siempre leía. Y él
le había dicho unos versos de Machado: «La primavera ha venido./Nadie sabe cómo ha sido». Y también: «Creí mi hogar apagado,/y revolví la ceniza.../Me quemé la mano». Y cuando Martita había vacilado al preguntar: «¿Machado es pequeñoburgués, como vos?», se había visto obligado a aclarar que, en todo caso, él era pequeñoburgués como Machado.
La prioridad siempre para el troesma. Entonces Martita se había puesto
muy colorada y había dicho, bajando aquellos tremendos ojos negros: «No se lo vayas a decir a Eladio ni a Raúl, pero a mí me gustan esos versos, Vicente».
No lo había llamado Pequebú, ni siquiera Peque, sino simplemente
Vicente. Él había sonreído como un idiota, pero en verdad estaba
bastante conmovido. Por él mismo, y también por Machado.
Y nada más. Porque llegó Raúl, casi corriendo. El horno no estaba para
bollos. La represión se había puesto dura. La cana se había llevado a
Eladio: lo levantaron a la salida de clase. Así que la consigna era
esfumarse. Y se habían esfumado. Nunca más la vio a Martita. Una semana
después alguien trajo el chisme de que Eladio había aflojado, pero él no
lo creyó, ni siquiera ahora lo cree. Los comunicados oficiales siempre
dejan entrever que todos aflojan. Pero sólo afloja uno cada cien. Aunque
sufre como un condenado (¿acaso no es un condenado? nunca había pensado
que una frase hecha podía convertirse en realidad), en el fondo se
siente tranquilo porque a esta altura está igualmente seguro de dos
cosas: que él no va a ser ese único en cien, pero también que va a
morir. «¿Y ha de morir contigo el mundo tuyo,/la vieja vida en
orden tuyo y nuevo?/¿Los yunques y crisoles de tu alma/trabajan para el
polvo y para el viento?» No hay caso, no puede desprenderse del viejo Machado.
Cayó y no lo podía creer. No había militado. En realidad, no lo habían
dejado militar. Hace como veinte días que cayó, o quizá sean dos meses, o
cuatro días. Bajo la capucha es difícil calcular el tiempo. No ha
hablado con nadie, es decir, con nadie que no sea el tipo que
diariamente le hace ver las estrellas. Otro lugar común que se ha vuelto
verdad. Cuando la máquina empieza a funcionar y él aprieta los ojos,
siempre ve las estrellas. En rigor quien habla, pregunta e insulta, es
el otro. Al principio él decía no; luego, se limitaba a negar con la
cabeza. Ahora responde sólo con el silencio. Sabe que eso lo pone al
otro más furioso, pero no importa. Al comienzo le daba vergüenza llorar,
pero ahora no, sería estúpido gastar energía en aguantar las lágrimas.
Además no blasfema, ni maldice. Sabe que eso también pone frenético al
otro, pero tampoco importa. Por lo menos se ha construido un
reducidísimo campo donde es él quien impone las reglas del juego. Y una
de esas reglas (que no figura en los planes del otro) es morir. Y está
seguro de que va a imponer su juego. Los va a joder, aunque sea
muriéndose. Ya no tiene músculos ni nervios ni tendones ni venas ni
pellejo. Sólo un gran dolor generalizado, algo así como una náusea
gigante. Y sabe que vomitará cualquier cosa (desde la inmunda comida
hasta los míseros pulmones) menos los nombres, domicilios y teléfonos
que el otro reclama. Ellos pueden ser dueños de la picana, de las
patadas, del submarino (el húmedo y el seco), del caballete, de la
crueldad en fin. Pero él es dueño de su negativa y de su silencio. ¿Por
qué se oirán tan claramente los pasos en el corredor? Señores, va a
empezar la tercera sesión de la jornada. ¿Sonará en ésta? A más tardar,
en la de mañana. Las dos últimas veces perdió el sentido y, por lo que
escuchó cuando volvía lentamente en sí, les costó tiempo y esfuerzo
traerlo nuevamente a la vida. Es por eso que en el fondo se sabe
poderoso. Todos sus sentidos están consagrados a ganar esta última
batalla. A veces, como destellos, ve bajo la capucha los rostros de sus
viejos, el altillo en que solía estudiar, los árboles de su calle, la
ventana del café. Pero ya no tiene sitio para la tristeza. Sólo hay algo
que le trae un poquito de amargura, la última tal vez, y es la
certidumbre de que los muchachos jamás se enterarán de que Pequebú
(Vicente, para Martita) va a morir sin nombrarlos. Ni a ellos, ni a Machado.
Mario Benedetti - Con y sin nostalgia (1977).