Capítulo 92 - Julio Cortázar - Rayuela

Los mejores capítulos y frases
de la novela "Rayuela" de Julio Cortázar.



Ahora se daba cuenta de que en los momentos mas altos del deseo no había sabido meter la cabeza en la cresta de la ola y pasar a través del fragor fabuloso de la sangre. Querer a la Maga había sido como un rito del que ya no se esperaba la iluminación; palabras y actos se habían sucedido con una inventiva monotonía, una danza de tarántulas sobre un piso lunado, una viscosa y prolongada manipulación de ecos. Y todo el tiempo él había esperado de esa alegre embriaguez algo como un despertar, un ver mejor lo que lo circundaba, ya fueran los papeles pintados de los hoteles o las razones de cualquiera de sus actos, sin querer comprender que limitarse a esperar abolía toda posibilidad real, como si por adelantado se condenara a un presente estrecho y nimio. Había pasado de la Maga a Pola en un solo acto, sin ofender a la Maga ni ofenderse, sin molestarse en acariciar la rosada oreja de Pola con el nombre excitante de la Maga. Fracasar en Pola era la repetición de innúmeros fracasos, un juego que se pierde al final pero que ha sido bello jugar, mientras que de la Maga empezaba a salirse resentido, con una conciencia de sarro y un pucho oliendo a madrugada en un rincón de la boca. Por eso llevó a Pola al mismo sitio hotel de la rue Valette, encontraron a la misma vieja que los saludó comprensivamente, qué otra cosa se podía hacer con ese sucio tiempo. Seguía oliendo a blando, a sopa, pero habían limpiado la mancha azul en la alfombra y había sitio para nuevas manchas.
-¿Por qué aquí? -dijo Pola, sorprendido. Miraba el cobertor amarillo, la pieza apagada y mohosa, la pantalla de flecos rosa colgando en lo alto.
-Aquí, o en otra parte...
-Si es por una cuestión de dinero, no había más que decirlo, querido.
-Si es por una cuestión de asco, no hay más que mandarse mudar, tesoro.
-No me da asco. Es feo, simplemente. A lo mejor...
Le había sonreído, como si tratara de comprender. A lo mejor... Su mano encontró la de Oliveira cuando al mismo tiempo se agachaban para levantar el cobertor. Toda esa tarde él asistió otra vez, una vez más, una de tantas veces más, testigo irónico y conmovido de su propio cuerpo, a las sorpresas, los encantos y las decepciones de la ceremonia. Habituado sin saberlo a los ritmos de la Maga, de pronto un nuevo mar, un diferente oleaje lo arrancaba a los automatismos, lo confrontaba, parecía denunciar oscuramente su soledad enredada de simulacros. Encanto y desencanto de pasar de una boca a otra, de buscar con los ojos cerrados un cuello donde la mano ha dormido recogida, y sentir que la curva es diferente, una base más espesa, no tendón que se crispa brevemente con el esfuerzo de incorporarse para besar o morder. Cada momento de su cuerpo frente a un desencuentro delicioso, tener que alargarse un poco más, o bajar la cabeza para encontrar la boca que antes estaba ahí tan cerca, acariciar una cadera más ceñida, incitar a una réplica y no encontrarla, insistir, distraído, hasta darse cuenta de que todo hay que inventarlo otra vez, que el código no ha sido estatuido, que las claves y las cifras van a nacer de nuevo, serán diferentes, responderán a otra cosa. El peso, el olor, el tono de una risa o de una súplica, los tiempos y las precipitaciones, nada coincide siendo igual, todo nace de nuevo siendo inmortal, el amor juega a inventarse, huye de sí mismo para volver en su espiral sobrecogedora, los senos cantan de otro modo, la boca besa más profundamente o como de lejos, y en un momento donde antes había como cólera y angustia es ahora el juego puro, el retozo increíble, o al revés, a la hora en que antes se caía en el sueno, el balbuceo de dulces cosas tontas, ahora hay una tensión, algo incomunicado pero presente que exige incorporarse, algo como una rabia insaciable. Sólo el placer en su aletazo último es el mismo; antes y después el mundo se ha hecho pedazos y hay que nombrarlo de nuevo, dedo por dedo, labio por labio, sombra por sombra.
La segunda vez fue en la pieza de Pola, en la rue Dauphine. Si algunas frases habían podido darle una idea de lo que iba a encontrar, la realidad fue mucho más allá de lo imaginable. Todo estaba en su lugar y había un lugar para cada cosa. La historia del arte contemporáneo se inscribía módicamente en tarjetas postales: un Klee, un Poliakoff, un Picasso (ya con cierta condescendencia bondadosa), un Manessier y un Fautrier. Clavados artísticamente, con un buen cálculo de distancias. En pequeña escala ni el David de la Signoria molesta. Una botella de pernod y otra de coñac. En la cama un poncho mexicano. Pola tocaba a veces la guitarra, recuerdo de un amor de altiplanicies. En su pieza se parecía a Michèle Morgan, pero era resueltamente morocha. Dos estantes de libros incluían el cuarteto alejandrino de Durreli, muy leído y anotado, traducciones de Dylan Thomas manchadas de rouge, números de Two Cities, Christiane Rochefort, Blondin, Sarraute (sin cortar) y algunas NRF. El resto gravitaba en torno a la cama, donde Pola lloró un rato mientras se acordaba de una amiga suicida (fotos, la página arrancada a un diario intimo, una flor seca). Después a Oliveira no le pareció extraño que Pola se mostrara perversa, que fuese la primera en abrir el camino a las complacencias, que la noche los encontrara como tirados en una playa donde la arena va cediendo lentamente al agua llena de algas. Fue la primera vez que la llamó Pola Paris, por jugar, y que a ella le gustó y lo repitió, y le mordió la boca murmurando Pola París, como si asumiera el nombre y quisiera merecerlo, polo de París, París de Pola, la luz verdosa del neón encendiéndose y apagándose contra la cortina de rafia amarilla, Pola París, Pola París, la ciudad desnuda con el sexo acordado a la palpitación de la cortina, Pola París, Pola París, cada vez más suya, senos sin sorpresa, la curva del vientre exactamente recorrida por la caricia, sin el ligero desconcierto al llegar al límite antes o después, boca ya encontrada y definida, lengua más pequeña y más aguda, saliva más parca, dientes sin filo, labios que se abrían para que él le tocara las encías, entrara y recorriera cada repliegue tibio donde se olía un poco el coñac y el tabaco.


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