Uno de cada tres - Augusto Monterroso
Los mejores cuentos, fábulas y frases de Augusto Monterroso. |
Más querría encontrar quién oyera las mías que a quién me narre las suyas.
PLAUTO
Está
dentro de mis cálculos que usted se sorprenda al recibir esta carta. Es
probable, también, que al principio la tome como una broma sangrienta, y
casi seguro que su primer impulso sea el de destruirla y arrojarla
lejos de sí. Y, no obstante, difícilmente caería en un error más grave.
Vaya en su descargo que no sería el primero en cometerlo, ni el último,
desde luego, en arrepentirse.
Se
lo diré con toda franqueza: me da usted lástima. Pero este sentimiento
no sólo resulta natural, sino que está de acuerdo con sus deseos.
Pertenece usted a esa taciturna porción de seres humanos que encuentran
en la conmiseración ajena un lenitivo a su dolor. Le ruego que se
consuele: su caso nada tiene de extraño. Uno, de cada tres, no busca
otra cosa, en las más disimuladas formas. Quien se queja de una
enfermedad tan cruel como imaginaria, la que se anuncia abrumada por el
pesado fardo de los deberes domésticos, aquel que publica versos
quejumbrosos (no importa si buenos o malos) todos están implorando, en
el interés de los demás, un poco de la compasión que no se atreven a
prodigarse a sí mismos. Usted es más honrado: desdeña versificar su
amargura, encubre con elegante decoro el derroche de energía que le
exige el pan cotidiano, no se finge enfermo. Simplemente cuenta su
historia, y, como haciendo un gracioso favor a sus amigos, les pide
consejos con el oscuro ánimo de no seguirlos.
A usted le intrigará cómo me he enterado de su problema. Nada más sencillo: es mi oficio. Pronto le revelaré qué oficio sea ése.
Continúo.
Hace tres días, bajo un sol matinal poco común, abordó usted un autobús
en la esquina de Reforma y Sevilla. Con frecuencia las personas que
afrontan esos vehículos lo hacen con expresión desconcertada y se
sorprenden cuando encuentran en ellos un rostro familiar. ¡Qué
diferencia en usted! Me bastó ver el fulgor con que brillaron sus ojos
al descubrir una cara conocida entre los sudorosos pasajeros, para tener
la seguridad de haberme topado con uno de mis favorecedores.
Obedeciendo
a un hábito profesional agucé furtivamente el oído. Y en efecto, no
bien había usted cumplido, de prisa, con los saludos de rigor, se
produjo el inevitable relato de sus desgracias. Ya no me cupo duda.
Expuso los hechos en tal forma que era fácil ver que su amigo había
recibido las mismas confidencias no más allá de veinticuatro horas
antes. Seguirlo durante todo el día hasta descubrir su domicilio fue
como de costumbre la parte de mis disciplinas que, me gustaría saber la
razón, cumplo con más placer.
Ignoro
si esto le servirá de enojo o de alegría; pero me veo en la urgencia de
repetirle que su caso no es singular. Voy a exponerle en dos palabras
el proceso de su situación presente. Y si, aunque lo dudo, me equivoco,
tal error no será otra cosa que la confirmación de la infalible regla.
Padece
usted una de las dolencias más normales en el género humano: la
necesidad de comunicarse con sus semejantes. Desde que comenzó a hablar,
el hombre no ha encontrado nada más grato que una amistad capaz de
escucharlo con interés, ya sea para el dolor como para la dicha. Ni aun
el amor se iguala a este sentimiento. Hay quienes se conforman con un
amigo. Existen aquellos a quienes no les bastan mil. Usted corresponde a
los últimos, y en esa simple correspondencia se originan su desgracia y
mi oficio.
Me
atrevería a jurar que se inició usted refiriendo su conflicto amoroso a
un amigo íntimo, y que éste lo escuchó atento hasta el fin y le ofreció
las soluciones que creyó oportunas. Pero usted, y de aquí arranca el
interminable encadenamiento, no consideró acertadas esas fórmulas. Si le
propuso con firmeza cortar, como se dice, por lo sano, usted encontró
más de un motivo para no dar por perdida la batalla; si, por el
contrario, su consejo fue seguir el asedio hasta la conquista de la
plaza, usted se inundó de pesimismo y lo vio todo negro y perdido. De
ahí a buscar el remedio en otra persona apenas si hay algo más que un
paso. ¿Cuántos dio usted?
Emprendió
un esperanzado peregrinaje, hasta agotar su concurrida libreta de
direcciones. Incluso trató (con éxito creciente) de entablar nuevas
relaciones para apurar el tema. No es extraño que de pronto reparara en
que el día tiene tan sólo veinticuatro horas, y en que esa
desconsideración astronómica constituía un monstruoso factor en su
contra. Fue preciso multiplicar los medios de locomoción y planear un
horario de sutil exactitud. El uso metódico del teléfono vino en su
auxilio y ensanchó, es cierto, sus posibilidades; pero este anticuado
sistema todavía es un lujo, y el setenta por ciento de aquellos a
quienes usted quiere mantener enterados carecen de esa dudosa ventaja.
No
contento con los desvelos y el insomnio, principió usted a madrugar
para ganar un tiempo cada vez más fugitivo e irreparable. El descuido de
su aseo personal se hizo notorio: la barba le creció montaraz; sus
pantalones, antes impecables, se vieron invadidos por las rodilleras, y
un terco polvo gris cubrió de pesadumbre sus zapatos. Le pareció
injusto, pero tuvo que aceptar el hecho de que, si bien usted madrugaba
lleno de entusiasmo, escaseaban los amigos dispuestos a compartir esa
vehemencia matinal. Así, ¿hay que decirlo?, ha llegado el momento
ineludible en que usted es físicamente incapaz de conservar bien
informado al amplio círculo de sus relaciones sociales.
Ese
momento es también mi momento. Por una modesta suma mensual yo le
ofrezco la solución más apropiada. Si usted la acepta—y puedo asegurar
que lo hará porque no le queda otro remedio—relegará al olvido el
incesante deambular, las rodilleras, el polvo, la barba, los fatigosos
telefonemas.
En
pocas palabras: estoy en condiciones de poner a su disposición una
excelente radiodifusora especializada. Dispongo en la actualidad (por el
sensible fallecimiento de un antiguo cliente afectado por la Reforma
Agraria) de un cuarto de hora que si tomamos en cuenta lo avanzado de
sus confidencias, sería más que suficiente para sostener a sus amistades
ya no digamos al día, pero al minuto, de su apasionante caso.
Creo de más enumerar a usted las ventajas de mi método. Sin embargo, le insinuaré algunas.
l.a El efecto sedante sobre el sistema nervioso está garantizado desde el primer día.
2.a
Discreción asegurada. Aun cuando su voz podrá ser recibida por
cualquier sujeto poseedor de un aparato de radio, juzgo improbable que
personas ajenas a su amistad quieran seguir una confidencia cuyos
antecedentes desconocen. Así, se descarta toda posibilidad de curiosidad
malsana.
3.a
Muchos de sus amigos (que hoy escuchan con desgano la versión directa)
se interesarán vivamente por la audición radiofónica con sólo que usted
mencione en ella sus nombres en forma abierta o alusiva.
4.a
Todos sus conocidos estarán informados al mismo tiempo de los mismos
hechos. Circunstancia que evita celos y reclamaciones posteriores, pues
solamente un descuido, o un azaroso desperfecto en el aparato propio,
colocaría a alguno en desventaja respecto de los demás. Para eliminar
esa contingencia deprimente cada programa se inicia con una breve
sinopsis de lo narrado con anterioridad.
5.a
E1 relato cobra mayor interés y variedad, y puede amenizarse, cuando
así se considere oportuno, con ilustrativas selecciones de arias de
ópera (no insistiré sobre la riqueza sentimental de las italianas) y
trozos de los grandes maestros. Un fondo musical adecuado es obligatorio
por reglamento. Además, una amplia discoteca, en la que se recogen
hasta los más increíbles ruidos que el hombre y la naturaleza producen,
está al servicio del suscriptor.
6.a
E1 relator no ve la cara de los oyentes, lo que evita toda suerte de
inhibiciones, tanto para él como para los que lo escuchan.
7.a
Siendo la audición una vez al día y por un cuarto de hora, el
confidente dispone de veintitrés horas y tres cuartos de hora
adicionales para preparar sus textos, impidiendo así, en absoluto,
contradicciones molestas y olvidos involuntarios:
8.a
Si el relato alcanza éxito y al número de amigos y conocidos se suma
una considerable cantidad de oyentes espontáneos, no es difícil
encontrar casa patrocinadora, lo que une a las ventajas ya registradas
cierta factible ganancia monetaria que, de ir creciendo, abriría las
posibilidades de absorber las veinticuatro horas del día y convertir,
así, una simple audición de quince minutos en un programa ininterrumpido
de duración perpetua. Mi honestidad me obliga a confesar que hasta
ahora no se ha producido este caso, pero ¿por qué no esperarlo de su
talento?
Este
es un mensaje de esperanza. Tenga fe. Por lo pronto, piense con fuerza
en esto: el mundo está poblado de seres como usted. Sintonice su aparato
receptor exactamente en los 1373 kilociclos, en la banda de 720 metros.
A cualquier hora del día o de la noche, en invierno o en verano, con
lluvia o con sol, podrá escuchar las voces más diversas e inesperadas,
pero también más llenas de melancólica serenidad: la de un capitán que
refiere, desde hace más de catorce años, cómo se hundió su barco bajo la
aciaga tormenta sin que él se decidiera a compartir su suerte; la de
una mujer minuciosa que extravió a su único hijo en la poblada noche de
un 15 de septiembre; la de un delator atormentado por el remordimiento;
la de un ex dictador centroamericano, la de un ventrílocuo. Todos
contando interminablemente su historia, todos pidiendo compasión.