Cien años de soledad - Gabriel García Márquez
Las mejores frases y reflexiones de Gabriel García Márquez. |
...Había pasado más de un año desde la
visita de Mr. Herbert, y lo único que se sabía era que los gringos
pensaban sembrar banano en la región encantada que José Arcadio Buendía y
sus hombres habían atravesado buscando la ruta de los grandes inventos.
Otros dos hijos del coronel Aureliano Buendía, con su cruz de ceniza en
la frente, llegaron arrastrados por aquel eructo volcánico, y
justificaron su determinación con una frase que tal vez explicaba las
razones de todos.
-Nosotros venimos -dijeron- porque todo el mundo viene.
Remedios, la bella, fue la única que permaneció inmune a la peste del
banano. Se estancó en una adolescencia magnífica, cada vez más
impermeable a los formalismos, más indiferente a la malicia y la
suspicacia, feliz en un mundo propio de realidades simples. No entendía
por qué las mujeres se complicaban la vida con corpiños y pollerines, de
modo que se cosió un balandrán de cañamazo que sencillamente se metía
por la cabeza y resolvía sin más trámites el problema del vestir, sin
quitarle la impresión de estar desnuda, que según ella entendía las
cosas era la única forma decente de estar en casa. La molestaron tanto
para que se cortara el cabello de lluvia que ya le daba a las
pantorrillas, y para que se hiciera moños con peinetas y trenzas con
lazos colorados, que simplemente se rapó la cabeza y les hizo pelucas a
los santos. Lo asombroso de su instinto simplificador era que mientras
más se desembarazaba de la moda buscando la comodidad, y mientras más
pasaba por encima de los convencionalismos en obediencia a la
espontaneidad, más perturbadora resultaba su belleza increíble y más
provocador su comportamiento con los hombres. Cuando los hijos del
coronel Aureliano Buendía estuvieron por primera vez en Macondo, Úrsula
recordó que llevaban en las venas la misma sangre de la bisnieta, y se
estremeció con un espanto olvidado. "Abre bien los ojos" la previno.
"Con cualquiera de ellos, los hijos te saldrán con cola de puerco." Ella
hizo tan poco caso de la advertencia, que se vistió de hombre y se
revolcó en arena para subirse en la cucaña, y estuvo a punto de
ocasionar una tragedia entre los diecisiete primos trastornados por el
insoportable espectáculo. Era por eso que ninguno de ellos dormía en la
casa cuando visitaban el pueblo, y los cuatro que se habían quedado
vivían por disposición de Úrsula en cuartos de alquiler. Sin embargo,
Remedios, la bella, se habría muerto de risa si hubiera conocido aquella
precaución. Hasta el último instante en que estuvo en la tierra ignoró
que su irreparable destino de hembra perturbadora era un desastre
cotidiano. Cada vez que aparecía en el comedor, contrariando las órdenes
de Úrsula, ocasionaba un pánico de exasperación entre los forasteros.
Era demasiado evidente que estaba desnuda por completo bajo el burdo
camisón, y nadie podía entender que su cráneo pelado y perfecto no era
un desafío, y que no era una criminal provocación el descaro con que se
descubría los muslos para quitarse el calor, y el gusto con que se
chupaba los dedos después de comer con las manos. Lo que ningún miembro
de la familia supo nunca, fue que los forasteros no tardaron en darse
cuenta de que Remedios, la bella, soltaba un hálito de perturbación, una
ráfaga de tormento, que seguía siendo perceptible varias horas después
de que ella había pasado. Hombres expertos en trastornos de amor,
probados en el mundo entero, afirmaban no haber padecido jamás una
ansiedad semejante a la que producía el olor natural de Remedios, la
bella. En el corredor de las begonias, en la sala de visitas, en
cualquier lugar de la casa, podía señalarse el lugar exacto en que
estuvo y el tiempo transcurrido desde que dejó de estar. Era un rastro
definido, inconfundible, que nadie de la casa podía distinguir porque
estaba incorporado desde hacía mucho tiempo a los olores cotidianos,
pero que los forasteros identificaban de inmediato. Por eso eran ellos
los únicos que entendían que el joven comandante de la guardia se
hubiera muerto de amor, y que un caballero venido de otras tierras se
hubiera echado a la desesperación. Inconsciente del ámbito inquietante
en que se movía, del insoportable estado de íntima calamidad que
provocaba a su paso, Remedios, la bella, trataba a los hombres sin la
menor malicia y acababa de trastornarlos con sus inocentes
complacencias. Cuando Úrsula logró imponer la orden de que comiera con
Amaranta en la cocina para que no la vieran los forasteros, ella se
sintió más cómoda porque al fin y al cabo quedaba a salvo de toda
disciplina. En realidad, le daba lo mismo comer en cualquier parte, y no
a horas fijas sino de acuerdo con las alternativas de su apetito. A
veces se levantaba a almorzar a las tres de la madrugada, dormía todo el
día, y pasaba varios meses con los horarios trastrocados, hasta que
algún incidente casual volvía a ponerla en orden. Cuando las cosas
andaban mejor, se levantaba a las once de la mañana, y se encerraba
hasta dos horas completamente desnuda en el baño, matando alacranes
mientras se despejaba del denso y prolongado sueño. Luego se echaba agua
de la alberca con una totuma. Era un acto tan prolongado, tan
meticuloso, tan rico en situaciones ceremoniales, que quien no la
conociera bien habría podido pensar que estaba entregada a una merecida
adoración de su propio cuerpo. Para ella, sin embargo, aquel rito
solitario carecía de toda sensualidad, y era simplemente una manera de
perder el tiempo mientras le daba hambre. Un día, cuando empezaba a
bañarse, un forastero levantó una teja del techo y se quedó sin aliento
ante el tremendo espectáculo de su desnudez. Ella vio los ojos desolados
a través de las tejas rotas y no tuvo una reacción de vergüenza, sino
de alarma.
-Cuidado -exclamó-. Se va a caer.
-Nada más quiero verla -murmuró el forastero.
-Ah, bueno -dijo ella-. Pero tenga cuidado, que esas tejas están podridas.
El rostro del forastero tenía una dolorosa expresión de estupor, y
parecía batallar sordamente contra sus impulsos primarios para no
disipar el espejismo. Remedios, la bella, pensó que estaba sufriendo con
el temor de que se rompieran las tejas, y se bañó más de prisa que de
costumbre para que el hombre no siguiera en peligro. Mientras se echaba
agua de la alberca, le dijo que era un problema que el techo estuviera
en ese estado, pues ella creía que la cama de hojas podridas por la
lluvia era lo que llenaba el baño de alacranes. El forastero confundió
aquella cháchara con una forma de disimular la complacencia, de modo que
cuando ella empezó a jabonarse cedió a la tentación de dar un paso
adelante.
-Déjeme jabonarla -murmuró.
-Le agradezco la buena intención -dijo ella-, pero me basto con mis dos manos.
-Aunque sea la espalda -suplicó el forastero.
-Sería una ociosidad -dijo ella-. Nunca se ha visto que la gente se jabone la espalda.
Después, mientras se secaba, el forastero le suplicó con los ojos llenos de lágrimas que se casara con él. Ella le contestó sinceramente que nunca se casaría con un hombre tan simple que perdía casi una hora, y hasta se quedaba sin almorzar, sólo por ver bañarse a una mujer. Al final, cuando se puso el balandrán, el hombre no pudo soportar la comprobación de que en efecto no se ponía nada debajo, como todo el mundo sospechaba, y se sintió marcado para siempre con el hierro ardiente de aquel secreto. Entonces quitó dos tejas más para descolgarse en el interior del baño.
-Está muy alto -lo previno ella, asustada-. ¡Se va a matar!
Las tejas podridas se despedazaron en un estrépito de desastre, y el hombre apenas alcanzó a lanzar un grito de terror, y se rompió el cráneo y murió sin agonía en el piso de cemento. Los forasteros que oyeron el estropicio en el comedor, y se apresuraron a llevarse el cadáver, percibieron en su piel el sofocante olor de Remedios, la bella. Estaba tan compenetrado con El cuerpo, que las grietas del cráneo no manaban sangre sino un aceite ambarino impregnado de aquel perfume secreto, y entonces comprendieron que el olor de Remedios, la bella, seguía torturando a los hombres más allá de la muerte, hasta el polvo de sus huesos...