Pobre mi madre querida - Eduardo Galeano
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A fines de los años sesenta, el poeta
Jorge Enrique Adoum regresó al Ecuador, después de mucha ausencia. No
bien llegó, cumplió con el ritual obligatorio de la ciudad de Quito: se
fue al estadio, a ver jugar al equipo del Aucas. Era un partido
importante, y el estadio estaba repleto.
Antes del comienzo, se hizo un minuto de
silencio por la madre del árbitro, muerta en la víspera. Todos se
pusieron de pie, todos callaron. Acto seguido, un dirigente pronunció un
discurso destacando la actitud del deportista ejemplar que iba a
arbitrar el partido, cumpliendo con su deber en las más tristes
circunstancias. Al centro de la cancha, cabizbajo, el hombre de negro
recibió el cerrado aplauso del público. Adoum pestañeó, se pellizcó un
brazo: no podía creer. ¿En que país estaba? Mucho habían cambiado las
cosas. Antes, la gente sólo se ocupaba del árbitro para gritarle hijo de puta.
Y empezó el partido. A los quince
minutos, estalló el estadio: gol del Aucas. Pero el árbitro anuló el
gol, por fuera de juego, y de inmediato la multitud recordó a la difunta
autora de sus días: