Lucas, sus pudores - Julio Cortázar
Los mejores cuentos y frases de Julio Cortázar. |
En los departamentos de ahora ya se
sabe, el invitado va al baño y los otros siguen hablando de Biafra y de
Michel Foucault, pero hay algo en el aire como si todo el mundo
quisiera olvidarse de que tiene oídos y al mismo tiempo las orejas se
orientan hacia el lugar sagrado que naturalmente en nuestra sociedad
encogida está apenas a tres metros del lugar donde se desarrollan estas
conversaciones de alto nivel, y es seguro que a pesar de los esfuerzos
que hará el invitado ausente para no manifestar sus actividades, y los
de los contertulios para activar el volumen del diálogo, en algún
momento reverberará uno de esos sordos ruidos que oir se dejan en las
circunstancias menos indicadas, o en el mejor de los casos el rasguido
patético de un papel higiénico de calidad ordinaria cuando se arranca
una hoja del rollo rosa o verde.
Si
el invitado que va al baño es Lucas, su horror sólo puede compararse a
la intensidad del cólico que lo ha obligado a encerrarse en el ominoso
reducto. En ese horror no hay neurosis ni complejos, sino la
certidumbre de un comportamiento intestinal recurrente, es decir que
todo empezar lo mas bien, suave silencioso, pero ya al final, guardando
la misma relación de la pólvora con los perdigones en un cartucho de
caza, una detonación mas bien horrenda hará temblar los cepillos de
dientes en sus soportes y agitarse la cortina de plástico de la ducha.
Nada
puede hacer Lucas para evitarlo; ha probado todos los métodos, tales
como inclinarse hasta tocar el suelo con la cabeza, echarse hacia atrás
al punto de que los pies rozan la pared de enfrente, ponerse de costado
e incluso, recurso supremo, agarrarse las nalgas y separarlas lo más
posible para aumentar el diámetro del conducto proceloso. Vana es la
multiplicación de silenciadores tales como echarse sobre los muslos
todas las toallas al alcance y hasta las salidas de baño de los dueños
de casa; prácticamente siempre, al término de lo que hubiera podido ser
una agradable transferencia, el pedo final prorrumpe tumultuoso.
Cuando
le toca a otro ir al baño, Lucas sufre por él pues está seguro que de
un segundo a otro resonará el primer halalí de la ignominia; lo asombra
un poco que la gente no parezca preocuparse demasiado por cosas así,
aunque es evidente que no están desatentas de lo que ocurre e incluso lo
cubren con choques de cucharitas en las tazas y corrimientos de
sillones totalmente inmotivados. Cuando no sucede nada, Lucas se siente
feliz y pide de inmediato otro coñac, al punto que termina por
traicionarse y todo el mundo se da cuenta de que había estado tenso y
angustiado mientras la señora de Broggi cumplimentaba sus urgencias.
Cuán distinto, piensa Lucas, de la simplicidad de los niños que se
acercan a la mejor reunión y anuncian: Mamá, quiero caca. Qué
bienaventurado, piensa a continuación Lucas, el poeta anónimo que
compuso aquella cuarteta donde se proclama que no hay placer más
exquisito / que cagar bien despacito / ni placer más delicado / que
después de haber cagado. Para remontarse a tales alturas ese señor debía
estar exento de todo peligro de ventosidad intempestiva o tempestuosa,
a menos que el baño de su casa estuviera en el piso de arriba o fuera
esa piecita de chapas de zinc separada del rancho por una buena
distancia.
Ya instalado en el
terreno poético, Lucas se acuerda del verso del Dante en el que los
condenados avevan dal cul fatto trombetta, y con esta remisón mental a
la más alta cultura se considera un tanto disculpado de meditaciones
que poco tienen que ver con lo que está diciendo el doctor Berenstein a
propósito de la ley de alquileres.