El copiloto silencioso - Julio Cortázar
Los mejores relatos, poemas y frases de Julio Cortázar. |
Curioso enlace de una historia y una hipótesis a muchos años y a una remota distancia; algo que ahora puede ser un hecho exacto pero que hasta el azar de una charla en París no cuajó, veinte años antes, en una carretera solitaria de la provincia de Córdoba en la Argentina.
La historia la contó Aldo Franceschini, la hipótesis la puse yo, y las dos sucedieron en un taller de pintura de la callé Paul Valéry entre tragos de vino, tabaco, y ese gusto de hablar sobre cosas de nuestra tierra sin los meritorios suspiros folklóricos de tantos otros argentinos que andan por ahí sin que se sepa bien por qué. Me parece que se empezó con los hermanos Gálvez y con los álamos de Uspallata; en todo caso yo aludí a Mendoza, y Aldo que es de allí se apiló firme y cuando acordamos ya se venía en auto de Mendoza a Buenos Aires, cruzaba Córdoba en plena noche y de golpe se quedaba sin nafta o sin agua para el radiador en mitad de la carretera. Su historia puede caber en estas palabras:
«Era una noche muy oscura en un lugar completamente desierto, y no se podía hacer otra cosa que esperar el paso de algún auto que nos sacara de apuros. En esos años era raro que en tramos tan largos no se llevaran latas con nafta y agua de repuesto; en el peor de los casos el que pasara podría levantarnos a mi mujer y a mí hasta el hotel del primer pueblo que tuviera un hotel. Nos quedamos en la oscuridad, el auto bien arrimado a la banquina, fumando y esperando. A eso de la una vimos venir un coche que bajaba hacia Buenos Aires, y yo me puse a hacer señas con la linterna en mitad de la carretera.
»Esas cosas no se entienden ni se verifican en el momento, pero antes de que el auto se detuviera sentí que el conductor no quería parar, que en ese auto que llegaba a toda máquina había como un deseo de seguir de largo aunque me hubiesen visto tirado en el camino con la cabeza rota. Tuve que hacerme a un lado a último momento porque la mala voluntad de la frenada se lo llevó cuarenta metros más adelante; corrí para alcanzarlo, y me acerqué a la ventanilla del lado del volante. Había apagado la linterna porque el reflejo del tablero de dirección bastaba para recortar la cara del hombre que manejaba. Rápidamente le expliqué lo que pasaba y le pedí auxilio, y mientras lo hacía se me apretaba el estómago, porque la verdad es que ya al acercarme a ese auto había empezado a sentir miedo, un miedo sin razón puesto que el más inquieto debía ser el automovilista en esa oscuridad y en ese lugar. Mientras le explicaba la cosa miraba dentro del auto, atrás no viajaba nadie, pero en el otro asiento delantero había algo sentado. Te digo algo por falta de mejor palabra y porque todo empezó y acabó con tal rapidez, que lo único verdaderamente definido era un miedo como no había sentido nunca. Te juro que cuando el conductor aceleró brutalmente el motor mientras decía: «No tenemos nafta», y arrancaba al mismo tiempo, me sentí como aliviado. Volví a mi coche; no hubiera podido explicarle a mi mujer lo que había pasado, pero lo mismo se lo expliqué y ella comprendió ese absurdo como si lo que nos amenazaba desde ese auto la hubiese alcanzado también a tanta distancia y sin ver lo que yo había visto.
»Ahora vos me preguntarás qué había visto, y tampoco sé. Al lado del que manejaba había algo sentado, ya te dije, una forma negra que no hacía el menor movimiento ni volvía la cara hacia mí. Al fin y al cabo nada me hubiera impedido encender la linterna para iluminar a los dos pasajeros, pero décime por qué mi brazo era incapaz de ese gesto, por qué todo duró apenas unos segundos, por qué casi le di gracias a Dios cuando el auto arrancó para perderse en la distancia, y sobre todo por qué carajo no lamenté pasarme la noche en pleno campo hasta que al amanecer un camionero nos dio una mano y hasta unos tragos de grapa. Lo que no comprenderé nunca es que todo eso antecediera a lo que alcancé a ver, que además era casi nada. Fue como si ya hubiese tenido miedo al sentir que los del auto no querían parar y que sólo lo hacían a la fuerza, para no atropellarme; pero no es una explicación, porque al fin y al cabo a nadie le gusta que lo detengan en plena noche y en esa soledad. He llegado a convencerme de que la cosa empezó mientras le hablaba al conductor, y con todo es posible que algo me hubiese llegado ya por otra vía mientras me acercaba al auto, una atmósfera, si querés llamarlo así. No puedo entender de otra manera que me sintiera como helado mientras cambiaba esas palabras con el del volante, y que la entrevisión del otro, en el que instantáneamente se concentró el espanto, fuese la verdadera razón de todo eso. Pero de ahí a comprender... ¿Era un monstruo, un tarado horripilante que llevaban en plena noche para que nadie lo viese? ¿Un enfermo con la cara deformada o llena de pústulas, un anormal que irradiaba una fuerza maligna, un aura insoportable? No sé, no sé. Pero nunca he tenido más miedo en mi vida, hermano.»
Como yo me he traído conmigo treinta y ocho años de recuerdos argentinos bien apilados, la historia de Aldo hizo click en alguna parte y la IBM se agitó un momento y al final sacó una ficha con la hipótesis, quizá con la explicación. Me acordé incluso de que yo también había sentido algo así la primera vez que me habían hablado de aquello en un café porteño, un miedo puramente mental como estar en el cine viendo Vampyr; tantos años después ese miedo se entendía con el de Aldo, y como siempre ese entendimiento le daba toda su fuerza a la hipótesis.
—Lo que iba esa noche al lado del conductor era un muerto —le dije—. Curioso que nunca hubieras oído hablar de la industria del transporte de cadáveres en los años treinta y cuarenta, en especial tuberculosos que morían en los sanatorios de Córdoba y que la familia quería enterrar en Buenos Aires. Una cuestión de derechos federales o algo por el estilo volvía carísimo el traslado del cadáver; así nació la idea de maquillar un poco al muerto, sentarlo junto al conductor de un auto, y hacer la etapa de Córdoba a Buenos Aires en plena noche para llegar antes del alba a la capital.
Cuando me hablaron del asunto sentí casi lo mismo que vos; después traté de imaginar la falta de imaginación de los tipos que se ganaban la vida en esa forma, y nunca pude conseguirlo. ¿Te ves en un auto con un muerto pegado a tu hombro, corriendo a ciento veinte por hora en plena soledad pampeana? Cinco o seis horas en las que podían pasar tantas cosas, porque un cadáver no es un ente tan rígido como se piensa, y un vivo no puede ser tan paquidermo como también se está tentado de pensar. Corolario más amable mientras nos tomamos otro vinito: por lo menos dos de los que estaban en esa industria llegaron más tarde a ser grandes volantes en las competencias sobre carretera. Y es curioso, ahora que pienso, que esta conversación empezara con los hermanos Gálvez, no creo que hicieran ese trabajo, pero corrieron contra otros que lo habían hecho. También es cierto que en esas carreras de locos se andaba siempre con un muerto muy pegado al cuerpo.
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