Bogotá, 1948 - Eduardo Galeano
En la plácida Bogotá, morada de frailes y
juristas, el general Marshall se reúne con los cancilleres de los
países latinoamericanos.
¿Que nos trae en sus alforjas el Rey Mago
de Occidente, el que riega con dólares, los suelos europeos devastados
por la guerra? El general Marshall resiste, impasible, con los audífonos
pegados a las sienes, el discurserío que arrecia. Sin mover ni los
párpados, aguanta las larguísimas profesiones de fe democrática de
muchos delegados latinoamericanos ansiosos por venderse a precio de
gallo muerto, mientras John McCloy, gerente del Banco Mundial, advierte:
—Lo lamento, señores, pero no he traído mi libreta de cheques en la maleta.
Más allá de los salones de la Novena
Conferencia Panamericana, también llueven discursos todo a lo largo y a
lo ancho del país anfitrión. Los doctores liberales anuncian que traerán
la paz a Colombia, como la diosa Palas Atenea hizo brotar el olivo en
las colinas de Atenas, y los doctores conservadores prometen arrancar al
sol fuerzas inéditas y prender con el oscuro fuego que es entraña del
globo la tímida lamparilla votiva del tenebrario que se enciende en
vísperas de la traición en la noche de las tinieblas.
Mientras cancilleres y doctores claman,
proclaman y declaman, la realidad existe. En los campos colombianos se
libra a tiros la guerra entre conservadores y liberales; los políticos
ponen las palabras y los campesinos ponen los muertos. Y ya la violencia
está llegando hasta Bogotá, ya golpea a las puertas de la capital y
amenaza su rutina de siempre, siempre los mismos pecados, siempre las
mismas metáforas: en la corrida de toros del último domingo, la multitud
desesperada se ha lanzado a la arena y ha roto en pedazos a un pobre
toro que se negaba a pelear.
Gaitán
El país político, dice
Jorge Eliécer Gaitán, nada tiene que ver con el país nacional. Gaitán es
jefe del Partido Liberal, pero es también su oveja negra. Lo adoran los
pobres de todas las banderas. ¿Qué diferencia hay entre el hambre
liberal y el hambre conservadora? ¡El paludismo no es conservador ni
liberal!
La voz de Gaitán desata al pueblo que por
su boca grita. Este hombre pone al miedo de espaldas. De todas partes
acuden a escucharlo, a escucharse, los andrajosos, echando remo a través
de la selva y metiendo espuela a los caballos por los caminos. Dicen
que cuando Gaitán habla se rompe la niebla en Bogotá; y que hasta el
mismo san Pedro para la oreja y no permite que caiga la lluvia sobre las
gigantescas concentraciones reunidas a la luz de las antorchas.
El altivo caudillo, enjuto rostro de
estatua, denuncia sin pelos en la lengua a la oligarquía y al
ventrílocuo imperialista que la tiene sentada en sus rodillas,
oligarquía sin vida propia ni palabra propia, y anuncia la reforma
agraria y otras verdades que pondrán fin a tan larga mentira.
Si no lo matan, Gaitán será presidente de
Colombia. Comprarlo, no se puede. ¿A qué tentación podría sucumbir este
hombre que desprecia el placer, que duerme solo, come poco y bebe nada y
que no acepta la anestesia ni para sacarse una muela?
El bogotazo
A las dos de la tarde de este nueve de
abril, Gaitán tenía una cita. Iba a recibir a un estudiante, uno de los
estudiantes latinoamericanos que se están reuniendo en Bogotá al margen y
en contra de la ceremonia panamericana del general Marshall.
A la una y media, el estudiante sale del
hotel, dispuesto a echarse una suave caminata hacia la oficina de
Gaitán. Pero a poco andar escucha ruidos de terremoto y una avalancha
humana se le viene encima.
El pobrerío, brotando de los suburbios y
descolgado de los cerros, avanza en tromba hacia todos los lugares,
huracán del dolor y de la ira que viene barriendo la ciudad, rompiendo
vidrieras, volcando tranvías, incendiando edificios:
—¡Lo mataron! ¡Lo mataron!
Ha sido en la calle, de tres balazos. El reloj de Gaitán quedó parado a la una y cinco.
El estudiante, un cubano corpulento
llamado Fidel Castro, se mete en la cabeza una gorra sin visera y se
deja llevar por el viento del pueblo.
Llamas
Invaden el
centro de Bogotá las ruanas indias y las alpargatas obreras, manos
curtidas por la tierra o por la cal, manos manchadas de aceite o de
lustre de zapatos, y al torbellino acuden los changadores y los
estudiantes y los camareros, las lavanderas del río y las vivanderas del
mercado, las sieteamores y los sieteoficios, los buscavidas, los
buscamuertes y los buscasuertes: del torbellino se desprende una mujer
llevándose cuatro abrigos de piel, todos encima, torpe y feliz como una
osa enamorada; como un conejo huye un hombre con varios collares de
perlas en el pescuezo y como tortuga camina otro con una nevera a la
espalda.
En las esquinas, niños en harapos dirigen
el tránsito, los presos revientan los barrotes de las cárceles, alguien
corta a machetazos las mangueras de los bomberos. Bogotá es una inmensa
fogata y el cielo una bóveda roja; de los balcones de los ministerios
incendiados llueven máquinas de escribir y llueven balazos desde los
campanarios de las iglesias en llamas. Los policías se esconden o se
cruzan de brazos ante la furia.
Desde el palacio presidencial, se ve
venir el río de gente. Las ametralladoras han rechazado ya dos ataques,
pero el gentío alcanzó a arrojar contra las puertas del palacio al
destripado pelele que había matado a Gaitán.
Doña Bertha, la primera dama, se calza un revolver al cinto y llama por teléfono a su confesor:
—Padre, tenga la bondad de llevar a mi hijo a la Embajada americana.
Desde otro teléfono el presidente,
Mariano Ospina Pérez, manda proteger la casa del general Marshall y
dicta órdenes contra la chusma alzada. Después, se sienta y espera. El
rugido crece desde las calles.
Tres tanques encabezan la embestida
contra el palacio presidencial. Los tanques llevan gente encima, gente
agitando banderas y gritando el nombre de Gaitán, y detrás arremete la
multitud erizada de machetes, hachas y garrotes. No bien llegan a
palacio, los tanques se detienen. Giran lentamente las torretas, apuntan
hacia atrás y empiezan a matar pueblo a montones.
Cenizas
Alguien deambula en busca de un zapato.
Una mujer aúlla con un niño muerto en brazos. La ciudad humea. Se camina
con cuidado, por no pisar cadáveres. Un maniquí descuajaringado cuelga
de los cables del tranvía. Desde la escalinata de un monasterio hecho
carbón, un Cristo desnudo y tiznado mira al cielo con los brazos en
cruz. Al pie de esa escalinata, un mendigo bebe y convida: la mitra del
arzobispo le tapa la cabeza hasta los ojos y una cortina de terciopelo
morado le envuelve el cuerpo, pero el mendigo se defiende del frío
bebiendo coñac francés en cáliz de oro, y en copón de plata ofrece
tragos a los caminantes. Bebiendo y convidando, lo voltea una bala del
ejército.
Suenan los últimos tiros. La ciudad,
arrasada por el fuego, recupera el orden. Al cabo de tres días de
venganza y locura, el pueblo desarmado vuelve al humilladero de siempre a
trabajar y tristear.
El general Marshall no tiene dudas. El
bogotazo ha sido obra de Moscú. El gobierno de Colombia suspende
relaciones con la Unión Soviética.